jueves, 22 de enero de 2009

Maldades del soberano



-Buenas tardes señor. Nos gustaría saber si está de acuerdo con ampliar sus derechos a participar, elegir y ser más feliz en este mundo que le corresponde a Usted vivir.

-Mmmmmsí –dejó asomar Aramís ante aquella visita sorpresiva a su casa en una tarde de enero-.

Bastó con dejarse escuchar un sí, aunque agazapado e incrédulo, cuando en la esquina retumbó un ¡yesssss! y estentóreas emociones se dejaban sentir acompañadas de golpes y movimientos descontrolados. Aramís miró a su visitante casi con susto y se asomó para confirmar las sospechas de que no estaban solos. El visitante miró al techo y, como quien menta todos sus antepasados en silencio, entreabrió las comisuras de sus
labios con una sonrisa falsa y nerviosa.

-¿Viene solo? –preguntó Aramis-.
- Absolutamente –se dejó escuchar de aquel hombre que retomaba la formalidad inicial de la visita.

Aramís recordó que desde muy pequeño los interrogatorios solían poner en evidencia su lentitud. Las respuestas efectivas y oportunas no eran su fuerte. A los siete años, su mamá le hizo confesar que se había comido las cuatro arepitas dulces que le habían encargado llevar a la casa de Ceferina y años más tarde tuvo el valor de decir que se confundió de casa y se las había llevado al negro Juan. Era también atormentado en el colegio cuando, después de largas horas de estudio, veía en la hoja de examen esos signos de interrogación que hacían sinapsis brutal en su cabeza: no podía controlar las respuestas, escribía más de la cuenta donde tan sólo le preguntaban la sección de su grado y respondía sí cuando debía marcar con una equis. Ni hablar de los espasmódicos abordajes de Ana, su mujer, cuando en una mañana apacible saliera con el cuento de ¿tú me quieres? Siempre el maldito signo de interrogación.

Y ahora recibe esta visita inesperada de alguien que parece preguntarle si le gustaría recibir honores como un rey y comer todas las tardes majarete. Esta vez no iba a perder las consultas con el psicólogo.

-Vuelva más tarde- le dijo al visitante.
-Regreso a las cuatro –le respondió aquel hombre- mire que no tengo mucho tiempo, le dejo este material para que responda según su conciencia patriótica.

Aquellas hojas fungían como una guía de estudio que explicaba por qué votar a favor de una enmienda constitucional. Y enseguida soltó con fuerza: ¡¿otra vez?! Entonces leía que no se trataba de lo mismo, que aquel pasado diciembre habían sido muchos más los artículos por los que se preguntaban, pero que esta vez era más sencillo: se trataba de ampliar su derecho a elegir cuantas veces quisiera por la misma gente. Mayor número de veces se postulaba la misma persona para ser presidente, gobernador o diputado, mayor sería su felicidad porque se ampliaban los centímetros de derechos políticos que le correspondían.

Era toda una responsabilidad para aquel individuo no equivocarse en la respuesta. Se trataba de su felicidad. Pensó seriamente la idea de contar durante 50 años más en la lista de candidatos presidenciales con un mismo hombre, ése que, a juzgar por los argumentos, la providencia ya había seleccionado para hacer la patria, en un país cuyas circunstancias lo convirtieron en un subordinado del pueblo venezolano, del cual Aramís formaba parte. Es decir, Aramís podría ser jefe de aquel soldado revolucionario durante 50 años más, si así fuese su voluntad. Toda una oportunidad para ser feliz casi que eternamente.

Por un instante dio la impresión de un Aramís seguro, cuando de pronto lo asaltaron las dudas: ¿Y si el pueblo tuviera la maldad de castigarlo y votar por aquel hombre eternamente? ¿Cómo iba a permitir que esa dureza se posara sobre aquel soldado, cuya humilde obediencia lo haría bajar la cabeza cada vez que el pueblo, soberano y autónomo lo sometiera a las duras pruebas de un gobierno perpetuado por la voluntad colectiva? ¿Sería capaz aquel hombre de obedecerlo durante 50 años, sin importar el sacrificio que eso signifique?¿Cómo dibujar el destino de un hombre que eternamente se sentaría en una misma silla, mientras engorda y engorda hasta que se fosilicen los sobrantes en aquel palacio presidencial?

No. Eso sí que no lo podía permitir. Aramís no podría ser feliz al extender la posibilidad de sufrimiento de aquel hombre por tanto tiempo. Aquel soldado revolucionario también tenía derecho a ser feliz. Era necesario distribuir los sufrimientos y turnar gobernantes sometidos a la inclemencia del pueblo soberano. No podía permitirse que la vida de un individuo humilde fuese azotada por el pueblo durante tanto tiempo. Porque mira que lanzarse indefinidamente a ser presidente haría correr el riesgo de que un pueblo procaz lo seleccione eternamente. El pueblo tiene sus maldades escondidas.

Pasó un largo rato y Aramís tomó un sillón cómodo. Abrió la puerta, se apoltronó mirando hacia afuera mientras la luz de la tarde acariciaba su sensación de firmeza. Y como quien espera tranquilamente la felicidad, sonreía dispuesto a esperar que regresaran a su casa a hacerle nuevamente la pregunta. Por primera vez sentía que las consultas al psicólogo estaban empezando a dar resultado.