jueves, 24 de julio de 2014

Dosis epistémica


Tenía cierto aire aristotélico y a todo le debía una explicación absolutamente racional. Vivía de eso que llaman filosofía contemporánea. Le gustaba su trabajo: tenía herramientas intelectuales, las aplicaba, escribía, concluía. Puro método debajo de su piel. Un día abrió su computadora y empezó a escribir la tesis del siglo. Lo tenía todo clarito: notas, esquemas, todo el terreno intelectualmente abonado con lecturas e ideas asociadas.

El primer día se sentó y fluyeron las ideas, muy desordenadas, pero sus dedos tecleaban y tecleaban, lo importante era empezar. El segundo día leyó y no le gustó nada lo que hizo. Cerró y volvió el tercer día, pero tenía el texto anterior en su cabeza. Había decidido entonces darse unos días; pensaba en esto mientras miraba por la ventana y fue justo en ese momento cuando descubrió que en el terreno de enfrente, unos obreros se disponían a continuar el trabajo de construcción de una casa, sobre unas columnas que ya tenían algunos meses allí solitarias. Dedujo nuestro filósofo, por los materiales que llegaban, que el objetivo era levantar el techo. Durante el día, los trabajadores clasificaron el material, las herramientas, casi podía deducirse la agenda de trabajo, que harían primero, qué vendría después; cayó la tarde y nuestro investigador académico pudo ver la forma en que ordenadamente los obreros disponían todos los materiales para iniciar al día siguiente.

Fue entonces cuando se le ocurrió la brillante idea de comparar la construcción de aquel techo con la construcción de sus ideas. Era todo muy parecido: los obreros tenían un objetivo, había un esquema previo, habían organizado las herramientas más adecuadas y se disponían a empezar. Y así comenzó el capítulo 1.

Al día siguiente, cuando llegaron los obreros, nuestro filósofo ya tenía rato al frente de su computadora. Había reorganizado sus notas, sus esquemas, dispuso sus herramientas y decidió empezar a escribir, de cero. Se sintió complacido por haber iniciado antes de que los obreros llegaran. Fue un buen día. Veía por la ventana y sentía que los obreros avanzaban muy poco, mientras creía que el mundo corría detrás de él, de lo rápido que avanzaba. Las primeras semanas fueron todas muy parecidas. Y nuestro intelectual cerró su primer capítulo, con cierta ventaja sobre la construcción de enfrente, en la que apenas se habían empezado a soldar algunos ángulos.

En el segundo capítulo, nuestro filósofo se enredó un poco para comenzar y le dio una gran envidia al ver que ya empezaban a descargarse las primeras bases sobre el techo. Aquello le generó mucha angustia. Una noche no pudo dormir, y entonces decidió montar en la madrugada sus propias columnas para el próximo capítulo. Pero poco fluía. Llegaron los obreros y aquel hombre tenía sueño, sin poder dormir, claro está, porque el ruido de la construcción lo torturaba. Entonces decidió liberarse de aquel tormento. Se sintió mucho mejor cuando se dijo en voz alta que el trabajo intelectual no era lo mismo, que requería tiempo para repensar. Por más que sea, era una estupidez comparar la hermenéutica con la simple estructura de una casa. Se acabó. No pensaría más en eso. Escribiría cuando estuvieran dadas las condiciones. Eso es.  

Pero esa noche tampoco pudo dormir. Y  a las 6:30 de la mañana llegaron de nuevo los obreros. El vecino intelectual miró por la ventana y vio que empezaba a asomarse una sólida estructura sobre la casa. Esa fue la mayor revancha. Salió corriendo al computador y se dijo: “no me van a ganar, yo empiezo hoy mi capítulo, porque sí. Qué inspiración ni que ocho cuartos, yo también tengo un plan, yo tengo mis propios martillos, mis sierras para cortar ideas, yo puedo ganarles”. Y empezaron a fluir unas estructuras alocadas de pensamiento, al día siguiente otras ideas un poco más finas, y luego más y más. Y así se cerró el  segundo capítulo. Ese día nuestro intelectual se bañó, se vistió de corbata y decidió pasar por el frente de los trabajadores. Con cierta sorna, se acercó y les asomó ¿les ha costado, no? ¿les falta mucho?

Entre bromas, los obreros empezaron a explicarle que no era fácil, que era un trabajo que requería mucha disciplina y orden, que no todo el mundo podía hacer aquello, sino, imagínese, cuántos no tuvieran un techo de la noche a la mañana. Los obreros no entendieron por qué aquel hombre encorbatado no se retiró en toda la tarde de aquel lugar y los observaba, a veces distante, a veces tan cerca que parecía inspirado. Al día siguiente, nuestro filósofo empezó el tercer capítulo con la convicción de que no todo el mundo tenía las herramientas para hacerse un techo de ideas, sino, imagínese, cuántos no lo tuvieran de la noche a la mañana. Y así fluyó la tesis del siglo.


Por supuesto que aquellos obreros no tienen idea del aporte que le hicieron a la filosofía. Por las rendijas de las tejas de aquella casa, circulan venas de un pensamiento muy concreto. Los vaivenes del techo tienen títulos y subtítulos. Un día, cuando ya gozaban de su obra, debajo de aquella extensión que le cerraba la luz a la casa en construcción, a los obreros les llegó un comunicado de la Asociación para el Avance del Pensamiento Concreto (AsoVAPC), que decía sencillamente: “Gracias por su aporte a la hermenéutica”.