domingo, 2 de octubre de 2016

El (falso) dilema

Un dilema es una condición absolutamente humana que deja a los individuos en estado de angustia ante la necesidad de tomar uno de sólo dos caminos, con igual peso de posibilidades. Podría decirse que es un estado íntimo, según el cual los seres humanos mantienen la ambiciosa costumbre de construir verdades que pueden de manera equitativa aplicar a una ruta o a otra, con una extraña sensación de andar perdiendo algo.

De hecho, uno quisiera andarse con medias tintas en la mayoría de las ocasiones, con la intención de poder estar en varias fiestas a la vez. Supongamos el siguiente planteamiento ¿me divorcio o no me divorcio? La respuesta es absolutamente binaria y de entrada parece sencilla: sí o no. Pero, como solemos complicar las cosas, a esta pregunta se le puede añadir un complemento dilemático para aumentar las horas de desvelo. ¿Me divorcio con el fin de cerrar una etapa de duras circunstancias con el otro? O ¿Me quedo en casa con esa pareja que, aunque ocasionalmente me hace daño, me ofrece confort y seguridad? Planteado así, empieza el dilema.

La idea de realizar un plebiscito como mecanismo participativo somete a prueba las consideraciones más íntimas que puede tener un individuo cuando reposa en silencio su cabeza sobre la almohada: el afloramiento del dilema moral. Uno de los aspectos que parece entrar en juego en estos escenarios es la terrible sensación de los seres humanos ante la incertidumbre de su propio tiempo. Podemos ver cómo en los casos de plebiscitos en el mundo las sociedades lo que hacen es mirarse en un espejo y dialogar consigo misma, en medio de las contradicciones de un pasado (que no se olvida fácilmente) un presente, que tiene manifestaciones evidentes, y un futuro posible del cual nadie parece estar seguro, pero al que algunos apuestan.  Ante esto, las campañas de los plebiscitos suelen protagonizar una falacia reconocida como el “falso dilema”, según la cual se plantean dos únicas rutas de futuro, sin dejar posibilidad abierta a terceras rutas.

En 1988, a los chilenos se les preguntó si querían que Augusto Pinochet, reconocido como un dictador, continuara en el poder. Como en el dilema del divorcio, la campaña se alimentó de complicadas dos rutas que hacían de la línea de tiempo una espada que colgaba sobre la conciencia de los chilenos: un militar en el poder, ahogando indicadores de libertad, pregonaba la amenaza de volver a un pasado deprimido económicamente, de no permitírsele continuar; existía una evidente situación de mejora económica en aquel momento chileno, resultado de una política liberal que había impulsado las exportaciones no tradicionales y aumentado la tasa de empleo. Muy seguro, los chilenos durmieron poco durante la campaña ante el (falso) dilema que se les presentaba entre un pasado deprimido económicamente y un futuro de continuo éxito económico, bajo un régimen cercado por torturas y violaciones de los derechos humanos. En esta oportunidad, una mayoría, no tan holgada, apostó a un futuro impreciso, sacrificando la seguridad del confort económico del presente. El NO como ganador implicó una serie de cambios institucionales y políticos que llevaron a este país a un sistema de elecciones libres y condición plural. Hoy día, Chile es uno de los países más prósperos de América Latina y mejor evaluado en sus indicadores democráticos.

Como un ejemplo contrapuesto, el plebiscito del Reino Unido, hace pocos meses,  arrojó un resultado sorprendente para muchos, cuando, en medio de un espíritu participativo, pluralista y democrático, se les preguntó a los ciudadanos si querían el retiro de su país de la Unión Europea. En medio de una campaña impregnada de pregones nacionalistas, los partidarios del SÍ acudieron a los recuerdos del pasado como un mejor país, principalmente en términos migratorios y argumentaban una ruta segura de un futuro invadido por ciudadanos no ingleses que se recostarían de los beneficios económicos nacionales, de continuar en la Unión Europea. Los partidarios del NO, no pudieron en su momento desarrollar eficazmente sus argumentos para plantear un futuro regional con mayores posibilidades para los más jóvenes o al menos, desmontar parte del (falso) dilema. Al día siguiente de ganar el Sí, miles de jóvenes se pronunciaron por asociar el resultado a los ingleses más conservadores, que habían comprometido su futuro.

Promover en Colombia un plebiscito para refrendar el Acuerdo entre el gobierno y las FARC es, tan noble en tanto mecanismo participativo, como arriesgado en el contexto de una sociedad que tiene un presente relativamente estable pero desigual, un pasado con mucha tela de reclamos para cortar y una sociedad que desconfía de los cambios prometidos hacia el futuro. Como añadido caribe, la campaña se bifurca entre un NO por temor a un “futuro castrochavista” y un SÍ que apuesta a una reconstrucción de un país con menos armas y mayor participación política como mecanismo democrático para resolver las diferencias.  Vuelve a repetirse la historia del (falso) dilema que esta vez atormenta a los ciudadanos colombianos ante una decisión tan trascendental.


En esta oportunidad, un ambiente simbólico da una idea bifurcada del futuro colombiano: un país que sigue con la amenaza clandestina de unos actores en guerra, con la seguridad de mantener a cada quien en su lugar: el que mata, el que legisla, el que ejecuta, el que llora, pero sin amenazas de un presidente “castrochavista”; o un país que vuelve a confiar y ve al Estado en el campo, cumpliendo con el deber de garantizar la igualdad, con un complejo camino de reintegración de excombatientes guerrilleros, y unas nuevas generaciones que decidan cambiar las condiciones de convivencia que sus antepasados le legaron, incluida la posibilidad de ver en el juego electoral a quienes antes defendían sus ideas con armas. (Falso) dilema al fin, el SÍ y el No vuelve a poner a una sociedad frente a su propio espejo.