La entrega del poder por parte de dictadores, vía electoral, es desde el sentido común una contradicción. Las elecciones son un mecanismo de alternabilidad del poder, propio de la democracia, en la que cabe la posibilidad de un cambio de actores políticos, si el juego es limpio y la voluntad popular así lo impone. ¿Por qué habría de arriesgarse el dictador en Venezuela cuya lógica es la imposición por la fuerza? ¿Por qué seguiría jugando la oposición, golpeada y maltratada por este régimen? ¿Por qué Venezuela vuelve a votar?
Lo hace porque, aunque detrás del chavismo
está la lógica de ingeniería socio política cubana, Chávez se consolidó en el
poder por vía electoral con una confianza en el voto; incluso, cuando perdió
aquel referéndum que llamaba a cambiar la constitución, lo aceptó aun con los
nudillos ensangrentados. Pero por otro lado, toda la generación política
actualmente opositora, se formó en una democracia, imperfecta, sí, pero centrada
en el voto. Y, aun con la duda de las tendencias irreversibles a favor del
oficialismo, tantas veces proclamadas en las elecciones anteriores, en el aire todavía
se sigue respirando la idea del voto como vía, reactivada por el esperanzador
llamado de María Corina con un liderazgo sin precedente.
Si no hubiera sido por la interrupción
generada por Chávez, Venezuela hubiera compartido con Colombia el mérito de
tener la democracia más larga desde el siglo XX con alternabilidad en el poder. Pero
a Chávez, militar, outsider político y cautivador de masas, le salió bien el
inicio del guion: fracasó en un golpe de Estado y luego llegó al poder bajo una
serie de circunstancias que concluyeron en el escenario electoral, con abrumadora
mayoría. De tal manera que el chavismo carga a cuestas la idea electoral aunque
progresivamente en sus veintiséis años en el poder haya eliminado la prensa
libre, fustigado la diferencia hasta llegar a la tortura, concentrado todo el
poder en uno solo y obligado a siete millones de personas a salir de su país; por
supuesto, también ha visto morir lentamente el fervor popular de otrora, por
razones obvias.
Venezuela en el siglo XXI terminó
experimentando una neodictadura, cuyos gobernantes han tenido más de dos décadas
para adaptar sus estrategias de permanencia en el poder, inspiradas en una
retórica de izquierda sexy, aunque cada vez más débil, con elecciones en medio. Maduro
se ve así obligado culturalmente a seguir insistiendo en la fachada electoral
como imagen de un gobierno democrático, aunque, alejado de la varita mágica de
su predecesor para enamorar a las masas, ha tenido que inventarse una reingeniería
de partidos, con una oposición a su medida, inhabilitaciones, falta de
observación, amenazas y falacias por delante.
Pero el tiro esta vez le ha salido por la
culata al oficialismo y el ambiente se torna enrarecido: una campaña históricamente curiosa, con evidente voluntad de cambio y una mayoría visible de apoyo hacia un
candidato de oposición, con una líder inhabilitada enfrente ¿Será limpio el proceso ante
la posibilidad de que Maduro pierda? Las dudas aplican porque salir del poder apuntaría a ser juzgado por los desafueros y violaciones aceptadas otrora.
En América Latina las dictaduras militares
del siglo XX terminaron llamando a elecciones por una serie de presiones internas
o externas en las que el apoyo popular y el consenso de los militares primaba (Colombia,
1957; Ecuador: 1976; Argentina, 1983; Chile, 1990) y esto devino en transiciones
hacia la democracia. Venezuela es hoy una neodictadura que juega a ser una
democracia y por tal no sabemos si Maduro y su equipo estén dispuestos a respetar los resultados;
Maduro no es popular, pero los militares han sido neutralizados: los retirados y los que permanecen al frente de las Fuerzas Armadas. Una
condición que desconsuela, pero ahí están de nuevo los venezolanos, reactivando
su disposición a votar como vía al cambio y eso, quizás, sea un elemento
erosionador para el monstruo enquistado en el poder desde hace varias décadas.
Quienes estamos afuera y no pudimos manchar nuestro dedo meñique esta vez, lo
que se nos ocurre es abrazar a la distancia la voluntad democrática que nos legaron
cuarenta años de períodos electorales, antes del chavismo. Porque
el voto es un gen que perdura en Venezuela por varias generaciones.