Esta mañana pasó
el recolector de lágrimas y terminó de limpiar mi zona; le pedí que me dejara
unas cuantas.
- No,
señora, éste es mi trabajo. No podría permitirme yo dejar suelto por ahí
material que empañare el compromiso ciudadano de aportar lágrimas para
estandarizar la tristeza- comentó el reciclador sin clemencia.
Le fui entregando
mis lágrimas una a una. Empecé por las más pequeñas, las que saltan independientes,
desperdigadas como canicas. Tuve que buscar algunas debajo del sofá. Muchas
habían ido a parar ahí el día en el que los recuerdos infantiles volcaron mi
mente: calles sucias, polvorientas, desorientadas, pero precisas en gracia; una
vereda larga que no acababa nunca, por más que quisiera pensar en otra cosa; la
cuerda saltando una y otra vez, a veces torpemente, el sudor, el bolsillo roto,
los secretos bajando por la entrepierna y un pedacito de color rojo carmesí
dentro de la cartuchera. Vi a mis amigos tan pequeños como yo, cómplices pero
implacables, iba decir que allá al otro extremo, pero verdad que no se acaba,
la vereda no tiene fin.
-Q - Qué
manera de llorar a destajos y dejar un desorden de lagrimitas- reclamó el
recolector.
Es verdad. Había
prometido que no lo volvería a hacer, sin mucho éxito. Miré allá, junto a la pata de la silla,
dos lágrimas más, de esas que caen cuando uno se entera, justo en la página 24,
que el protagonista de la historia no encontraría la habitación que andaba
buscando.
-
- Mire
ésta ¿cómo es que fue a parar a esa rendija?
En realidad, esa
lágrima la quería mantener cerquita de mí. Había rodado en medio de una melodía
suelta en modo menor. Y yo con aquellas ganas de hacer la segunda voz, tan triste.
-
- Si
quiere, vengo mañana, cuando usted esté por fuera y así no tiene que…
Insistí en
que se quedara y decidí ayudarlo con las lágrimas más pesadas, difíciles de mover. Algunas
las entregué en forma solícita, con bondad, lágrimas verdaderamente reciclables,
compatibles con cualquier tipo de tristeza. Para aquellos que no pueden llorar
siempre es útil.
-
-Acá
está otra, de las que yo llamo rebeldes. ¿De dónde habrá salido? -seguía el señor
hablando, poco interesado en alguna respuesta.
Ya ni me acuerdo.
Esa lágrima no debía ser mía porque estaba deforme. Yo, cuando lloro, me aseguro
de moldear muy bien mis tristezas, con lágrimas redonditas. Salvo las que
ruedan por mi país. Esas se van pegando por las esquinas hasta hacer un hilillo
fino, casi imperceptible, alargado, inacabable. Como las veredas de mi niñez.
-
- ¿Quiere
que pase mañana? Así usted no tiene que…
En realidad, ya
estábamos terminando. No era necesario postergar el servicio de lágrimas
recicladas. Ya vendrá otro material en camino.