“Bona nit”,
dijo Serrat cuando apenas hubo la calma necesaria, después de entrar al
escenario. Anda de despedida por el mundo sin que le creamos mucho porque sus
canciones son eternas. Claro que quienes lo escuchamos quizás no seamos los
mismos porque en realidad a cada rato estamos como despidiéndonos de lo que
somos y cuando volvemos a ver un artista en vivo quizás los versos que te atraigan
sean otros, distintos, o al menos alzarás la voz en las estrofas menos
esperadas.
La primera
vez que vi a Serrat en vivo fue en Bogotá, un abril de 1992. Ahora, 30 años
después lo volvería a ver en Mallorca, tan vigente, aunque insista en decirnos
un adiós delicado y elegante. Recuerdo que en el Teatro Colón de Bogotá los
músicos empezaron a tocar, casi susurrando, la introducción de Mediterráneo y
Serrat empezó a cantar cuando aún no había salido del escenario, de tal manera
que cuando se paró frente a aquel público ya todos estábamos de cómplice con aquel
cantor, embustero confeso, con alma de marinero. Yo era muy joven y quizás mi
niñez andaba todavía con visos de arena, aunque no de playa. Con esa canción descubrí
que el Mediterráneo era una forma de vida, más allá de lo que me habían
enseñado las páginas de geografía universal. Y que a cada quien le cuelga su
aventura de infancia una y otra vez.
Había
descubierto a Serrat algo tarde porque mi pueblo allá en Venezuela no daba para
ínfulas melódicas alternativas. Me lo presentó un gran amor universitario a quien le daba por
lanzar desde flores hasta los propios jarrones por la ventana cuando escuchaba
que el nombre de alguien sabía a hierba. Joan Manuel Serrat sacó el disco
Mediterráneo el mismo año en el que yo nací, de tal manera que me habría
perdido gran parte de las emociones que justificarían aquella portada de mar
con el rostro de un treintañero irreverente. Pero no hizo falta tampoco mucha
introducción y me enganché con gran parte de sus letras, además de la música que
propuso a poemas desgarradores de poetas como Miguel Hernández y Antonio
Machado.
El
concierto de Mallorca el 3 de julio de 2022 fue un regalo de vida. Serrat y su
vicio de cantar se despiden del público. Fue en terreno catalán, el propio de
Serrat, el que ha defendido siempre. Hasta el silencio se hizo cómplice entre casi
tres mil personas. “És un plaer estar aquí una vegada mes, gaudint d'un paisatge,
d'una gent i d'uns records que he anat acumulant al llarg dels anys”, dijo
Serrat. Casi llora. Pero decidió invitar a una fiesta, como el día de San Juan
en el que en las calles de los pueblos se llenaban de bombillas y el bien y el
mal bailaban juntos. Vamos, subamos la cuesta. Y cada quien se dejó llevar con
las canciones de Serrat.
No olvidaré nunca
cuando en este concierto Serrat y su público me presentaron a María del Mar
Bonet (la he descubierto algo tarde, también). Ella subió al escenario, las sillas temblaron de
emoción y empezaron a cantar, ella, Serrat y las tres mil personas. Los himnos
se intuyen. Se escuchó un rumor afinadísimo: “… fila, fila la Balenguera filaràcom una parca bé cavila, teixint la tela per demà”, un futuro colectivo tejido
con paciencia y música. A mí también me dieron ganas de llorar.
Serrat cantó y contó con emoción por casi dos horas hasta que la fiesta fue acabando y tuvimos que bajar de nuevo la cuesta, despedirnos cada quien de nuestras propias historias. Las señoras, los señores, y los neutrales, como dijo él mismo al inicio. Finalmente dijo adiós. Aunque muy probablemente nadie le creería porque sus canciones son eternas. Siempre descubriremos que le haría falta una mano de pintura al techo, mientras nos ocupa el pensamiento de alguien, por decir lo menos.