Cuando Fray Luis de León retomó sus clases en el siglo XVI, ante la mirada
expectante del auditorio, tras un largo período en el que fue encarcelado por atreverse
a traducir pasajes un tanto eróticos, simplemente inició: “como decíamos
ayer…”. Esta frase, palabras más, palabras menos, ha sido reconocida
históricamente como un acto de fortaleza de aquellos intelectuales que son
oprimidos por el poder y que, ante amenazas y situaciones injustas, son capaces
de tomar tales circunstancias como un paréntesis menor que no mengua la
valentía de las víctimas.
Unamuno también repetiría la frase de Fray Luis de León, en la primera
mitad del siglo XX, al retomar su actividad docente, después de un exilio
forzoso por razones políticas, cuando el régimen español de Miguel Primo de
Rivera lo obligara a ejercer su intelectualidad en otro lado, donde estorbara
menos a la reserva de los altares.
En cierta forma, ese “como decíamos ayer” es una irreverencia sutil que
puede hacernos llegar a la afortunada conclusión de que la razón siempre
terminará ganando y que, por más que se ahoguen las aulas de clase en períodos
autoritarios y populistas, ahí estarán los pupitres esperando para continuar,
como ayer, el debate y darle rienda suelta al argumento para convencer sobre
rutas y caminos de un pensamiento en permanente construcción, nunca concluido.
Como sabemos, en Venezuela las aulas de las universidades autónomas se
encuentran a media asta. Un afán progresivo del gobierno por el desprecio a la
intelectualidad ha dejado los pupitres en alerta permanente. Afortunadamente, éstos
han sido de los pocos espacios que el chavismo no ha podido secuestrar, pese a
las contorsiones precarias para ganar tribuna política. Pero hay formas más
sutiles de ahogar la actividad universitaria, mecanismos lentos que van
penetrando los pasillos hasta que la falta de oxígeno se nota en los cafetines,
en las conversaciones, en los proyectos desvencijados, en las fotos de
cartelera de aquellos que ya no están porque decidieron salir del país.
El chavismo decidió construir su propia idea de la investigación y de la
educación universitaria al concentrar los recursos del Estado en estructuras
paralelas como la UNEFA, Universidad Bolivariana y universidades experimentales
en donde se alimentó la ilusión de una mayor población formada, pero con
mecanismos expresos, ideologizados y de sospechosa calidad. También se
concentraron los recursos en programas peligrosamente etiquetados como
populares, secuestrando incluso la genuinidad de aquellos tecnólogos que
avanzaron en tiempos anteriores sin la arenga del comandante eterno. Una
estrategia populista eficiente, pero poco sostenible en términos de producción
científica.
Según un estudio sobre pérdida de talento, realizado por el profesor Jaime
Requena, en los últimos años han salido de Venezuela más de 1500 investigadores
y docentes universitarios, con alto perfil de capacitación; se trata de un
grupo responsable de casi 30% de la producción científica en el país, medida en
artículos, en los años pasados. El gobierno venezolano no ha podido conciliar
ideología con producción científica, algo que sí pudieron hacer en su momento países como Cuba y la antigua Unión Soviética. De ahí el paradójico descenso de la producción científica, comparado con la alta inversión en el sector CTI, registrada por los números oficiales. Dejar morir la
investigación y la actividad en las aulas de las universidades autónomas es la consigna
expresada en la asignación de un presupuesto mínimo, mientras el poder
descalifica permanentemente a quienes hablan en nombre de estas instituciones y
arma su propio tarantín de aulas sumisas.
A estas alturas del camino se me resbalaría un reclamo contemporáneo a la expresión “como
decíamos ayer”; esta frase, tan celebrada por la historia, se me antoja con una
felicidad incompleta. Si bien significa valentía y fortaleza, ya no podemos
conformarnos con asumir que el ataque oficial a las universidades sean meros
paréntesis enarbolados por rumbos del poder entronizado. Decir lo que pasó
(afortunada conjugación, la del pasado) implica, en primer lugar, no obviar la
permanente amenaza de que la historia circule y se encuentre de nuevo con
situaciones similares a la de Fray Luis de León, la de Unamuno y la de científicos de esta época que, como en Venezuela, se
han visto obligados a dejar sus laboratorios, sus escritorios, sus alumnos, sus cafeterías de
discusión, porque unos pocos llegan al poder y señalan esta actividad como elitesca y repugnante.
Cuando cese el hostigamiento oficial a las universidades autónomas venezolanas, será
su responsabilidad pensarse en su relación con la sociedad y demostrar que no
hay nada que haga a un país más libre que una población informada, educada,
crítica y sin ataduras. Será responsabilidad de las universidades autónomas no
disfrazar lo que ande mal y autoevaluarse permanentemente en forma transparente
a una sociedad. Y convencer que la justicia social implica un camino planificado,
levantado a punta de conocimiento y sensibilidad, y no de arengas populistas.
Será una forma de insistir en que aquí sí ha pasado algo.
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