Un dilema
es una condición absolutamente humana que deja a los individuos en estado de
angustia ante la necesidad de tomar uno de sólo dos caminos, con igual peso de
posibilidades. Podría decirse que es un estado íntimo, según el cual los seres
humanos mantienen la ambiciosa costumbre de construir verdades que pueden de
manera equitativa aplicar a una ruta o a otra, con una extraña sensación de
andar perdiendo algo.
De
hecho, uno quisiera andarse con medias tintas en la mayoría de las ocasiones,
con la intención de poder estar en varias fiestas a la vez. Supongamos el
siguiente planteamiento ¿me divorcio o no me divorcio? La respuesta es
absolutamente binaria y de entrada parece sencilla: sí o no. Pero, como solemos
complicar las cosas, a esta pregunta se le puede añadir un complemento
dilemático para aumentar las horas de desvelo. ¿Me divorcio con el fin de
cerrar una etapa de duras circunstancias con el otro? O ¿Me quedo en casa con
esa pareja que, aunque ocasionalmente me hace daño, me ofrece confort y
seguridad? Planteado así, empieza el dilema.
La idea
de realizar un plebiscito como mecanismo participativo somete a prueba las
consideraciones más íntimas que puede tener un individuo cuando reposa en
silencio su cabeza sobre la almohada: el afloramiento del dilema moral. Uno de
los aspectos que parece entrar en juego en estos escenarios es la terrible
sensación de los seres humanos ante la incertidumbre de su propio tiempo. Podemos
ver cómo en los casos de plebiscitos en el mundo las sociedades lo que hacen es
mirarse en un espejo y dialogar consigo misma, en medio de las contradicciones
de un pasado (que no se olvida fácilmente) un presente, que tiene
manifestaciones evidentes, y un futuro posible del cual nadie parece estar
seguro, pero al que algunos apuestan. Ante esto, las campañas de los plebiscitos
suelen protagonizar una falacia reconocida como el “falso dilema”, según la
cual se plantean dos únicas rutas de futuro, sin dejar posibilidad abierta a
terceras rutas.
En 1988,
a los chilenos se les preguntó si querían que Augusto Pinochet, reconocido como
un dictador, continuara en el poder. Como en el dilema del divorcio, la campaña
se alimentó de complicadas dos rutas que hacían de la línea de tiempo una espada
que colgaba sobre la conciencia de los chilenos: un militar en el poder,
ahogando indicadores de libertad, pregonaba la amenaza de volver a un pasado
deprimido económicamente, de no permitírsele continuar; existía una evidente
situación de mejora económica en aquel momento chileno, resultado de una
política liberal que había impulsado las exportaciones no tradicionales y aumentado
la tasa de empleo. Muy seguro, los chilenos durmieron poco durante la campaña
ante el (falso) dilema que se les presentaba entre un pasado deprimido económicamente
y un futuro de continuo éxito económico, bajo un régimen cercado por torturas y
violaciones de los derechos humanos. En esta oportunidad, una mayoría, no tan
holgada, apostó a un futuro impreciso, sacrificando la seguridad del confort económico
del presente. El NO como ganador implicó una serie de cambios institucionales y
políticos que llevaron a este país a un sistema de elecciones libres y condición
plural. Hoy día, Chile es uno de los países más prósperos de América Latina y
mejor evaluado en sus indicadores democráticos.
Como un ejemplo
contrapuesto, el plebiscito del Reino Unido, hace pocos meses, arrojó un resultado sorprendente para muchos,
cuando, en medio de un espíritu participativo, pluralista y democrático, se les
preguntó a los ciudadanos si querían el retiro de su país de la Unión Europea. En
medio de una campaña impregnada de pregones nacionalistas, los partidarios del
SÍ acudieron a los recuerdos del pasado como un mejor país, principalmente en
términos migratorios y argumentaban una ruta segura de un futuro invadido por
ciudadanos no ingleses que se recostarían de los beneficios económicos nacionales,
de continuar en la Unión Europea. Los partidarios del NO, no pudieron en su momento
desarrollar eficazmente sus argumentos para plantear un futuro regional con mayores
posibilidades para los más jóvenes o al menos, desmontar parte del (falso)
dilema. Al día siguiente de ganar el Sí, miles de jóvenes se pronunciaron por
asociar el resultado a los ingleses más conservadores, que habían comprometido
su futuro.
Promover
en Colombia un plebiscito para refrendar el Acuerdo entre el gobierno y las
FARC es, tan noble en tanto mecanismo participativo, como arriesgado en el
contexto de una sociedad que tiene un presente relativamente estable pero
desigual, un pasado con mucha tela de reclamos para cortar y una sociedad que
desconfía de los cambios prometidos hacia el futuro. Como añadido caribe, la
campaña se bifurca entre un NO por temor a un “futuro castrochavista” y un SÍ
que apuesta a una reconstrucción de un país con menos armas y mayor
participación política como mecanismo democrático para resolver las
diferencias. Vuelve a repetirse la
historia del (falso) dilema que esta vez atormenta a los ciudadanos colombianos
ante una decisión tan trascendental.
En esta
oportunidad, un ambiente simbólico da una idea bifurcada del futuro colombiano:
un país que sigue con la amenaza clandestina de unos actores en guerra, con la
seguridad de mantener a cada quien en su lugar: el que mata, el que legisla, el
que ejecuta, el que llora, pero sin amenazas de un presidente “castrochavista”;
o un país que vuelve a confiar y ve al Estado en el campo, cumpliendo con el
deber de garantizar la igualdad, con un complejo camino de reintegración de
excombatientes guerrilleros, y unas nuevas generaciones que decidan cambiar las
condiciones de convivencia que sus antepasados le legaron, incluida la
posibilidad de ver en el juego electoral a quienes antes defendían sus ideas
con armas. (Falso) dilema al fin, el SÍ y el No vuelve a poner a una sociedad frente
a su propio espejo.
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