viernes, 3 de julio de 2009

Esas marcas que quedan



Uno termina acostumbrándose a las marcas que le deja la vida. Y es uno, con las marcas. Aquella marquita pequeñita que quedó en la rodilla cuando te caíste por querer llegar más rápido que los otros a comprar los heladitos de doña Inés y que de vez en cuando, en solitario, o furtivamente aunque estés ante los ojos de muchos, rozas con el dedo mientras dilucidas asuntos varios de esta vida, más marcada que madura.

Las vacunas nos dejaron a esta generación el sello indiscutible en la espalda: un tremendo desnivel que mostramos con orgullo los que nacimos en los 60-70 y fuimos víctimas de las políticas públicas en salud para inmunizarnos ante los males de una sociedad que se jactaba de prevenir enfermedades. El hombro derecho también es un receptor del pasado que cuando te encuentras con él te hace recordar aquella larga cola escolar esperando con angustia que la enfermera pinchara el pedacito de piel número 57 del día, te tranquilizara con la rapidez con la que lo hacía y te apretara bien duro con un algodón, empujándote porque atrás esperaba el número 58.

La rajita en la barbilla no la cuento como propia, pero me encanta apreciar a esa gente seriota capaz de maquillar todo en su vida, menos la implacable rayita producto de esas caídas en las que por sobrevivencia primero metemos la barbilla antes que los ojos.

Si nos ponemos acuciosos, más de uno lleva en su cuerpo una puntica de lápiz de esas que algún compañerito te dejó de regalo, casi siempre sin querer; y pasas al otro año escolar, y al otro, y a bachillerato, y, ya de grande, cuando te encuentras aquel tipo, abogado y con pinta de sobrao, lo primero que recuerdas es el día en el que sentiste una intempesta en tu cuerpo y acto seguido la cara de aquel gordito diciendo "fue sin culpa". Te tocas disimuladamente el antebrazo y ahí está: la marquita del abogado como un vínculo que nada podrá evitar hasta que te mueras y te vayas con tus marcas al más allá. También es que a veces las marcas establecen una relación con nuestra conciencia y terminamos amando lo que queda de ellas (por más que el tiempo pase, siempre queda algo, nunca llegan a borrarse) porque son el reflejo de nuestra historia chiquitica dibujada en nuestro cuerpo.

Sería muy cruel hablar de las marcas producidas por un correazo o un tolete de cualquier instrumento filoso que llegó a alcanzarte producto de un arrebatón de padre o de madre, ya de grande imaginándome que hasta razón tendrían. Esas marcas ya no las tienen los chamos de ahora porque la LOPNA se ha encargado de privar el impulso primitivo de los adultos contemporáneos, lo que seguro nos hará más infelices que nuestros viejos, entre otras razones.

Pero hay marcas que, a fuerza de impacto se hacen públicas y, por tanto, parte de grandes historias. Si no, recordemos a Agustín Lara, con cuya cicatriz rencorosa cruzándole la cara dominó el mundo de las pasiones.

Hay otras menos románticas. Me pregunto cómo le habría quedado la cara a Bush, si sus reflejos se hubieran retrasado un segundo ante aquel zapato número 47 que volaba directo a su cara desde unas manos que parecían las de todo un pueblo afectado por su historia y por la que otros le imponen. Lamentablemente, la marca quedó en su conciencia, un poco menos visible. No vayan ustedes a creer, mi morbosidad a veces llega a pensar si la cámara alcanzaría a hacer un close up hasta corroborar si Chávez quedó con una marca pequeñita en vez de su otrora verruga. Por mera domesticidad, porque si nos ponemos sociológicos, no habrá maquillaje que valga para tapar las grandes cicatrices que estos personajes han dejado en la historia de nuestros pueblos.

De las que tengo en mi cuerpo, las marcas del acné han sido las más desgraciadas. Todos los días soy yo y mis marcas en la cara, esa expresión indeleble de una etapa en la que las hormonas gozaban un puyero. Conozco todas mis marcas con sus estados de ánimo. Cada una de ellas soy yo, inevitablemente. Y no podía ser yo sin ellas. Por si fuera poco, hoy, después de lidiar con una implacable lechina que, a los 38 años, parece una enfermedad innombrable por sus características indignantes, amanecí con otra de esas marcas a las que no me quedará otra opción que acostumbrarme. Ahí queda, en toda la mitad de la frente. Será indeleble.

Una nimiedad, si la comparamos con las marcas que quedan en el alma de los pueblos, ésas a las que, si no les cae su desinfectante a tiempo, permanecen ahí toda la vida, mirando de vez en cuando como si lo hicieran por primera vez. Y, como si se tratara de un gordito escolar que actúa sin culpa, los gobernantes se encargan de taparlas con la manta gruesa de un presente que igual sigue fabricando cicatrices. Mañana quizás otros hagan lo mismo. El que esté libre de pecados que tire su primera marca.

lunes, 18 de mayo de 2009

Prioridades íntimas



 Estaré repartido 

en cuatro o cinco pibes

de esos que vos mirás

y enseguida te siguen

Ayer se celebró el día de Internet.  Fue una fiesta de la que quizás no estuvo muy enterado el vecino. Pero él lo celebró sin saberlo: me enseñó su pasaporte, orgulloso, porque con esa máquina  que tenía ahí su hijo, le mandaron a decir que tenía una cita en la Onidex; ahora que lo tiene, le ha pedido a su hijo que le diera las gracias a quien tuvo que ver con la entrega de su pasaporte. “Allá está sentado, seguramente mandando el mensaje que le pedí a esa gente de Internet”.

Internet es curiosa. No moja, pero empapa. Se viste de adulta, pero es una niña que aprende con todos nosotros su camino futuro.  Nos lleva de la mano y de repente la domamos a nuestra manera. Me pasaron por la cabeza tantas formas de responder si, en un caso hipotético, llegaran a preguntarme por qué Internet es prioritaria, que si la autonomía, que si los emoticones, que si el país, que si la ciencia, que si las redes, que si el Estado.

No publiqué la lista por esa potente razón que ahora tenemos de poder decidir cuándo dejar nuestra bolsita de mensajes en esta  gran autopista, minada en las orillas por miles y miles de paquetes de información, grandes, venerables, malos, buenos, importantes, y que uno abre a su manera por esa potente razón que ahora tenemos para decidir cuándo disfrutarlos.

Ahora temprano hice clic y leí que Pilar, la mujer de Saramago, pedía por una cadena de poemas para menguar el dolor de la partida de Mario Benedetti.  Hice clic, y clic, y clic. Veía su abultado bigote, sus ojos de pasatiempo, recordé su táctica, sus estados de ánimo, se me atapuzó el recuerdo entre las teclas, repasé la idea de cómo aman aquellos y nosotros, me quedé radiante y jodida, quizás más viceversa. Se me salió una lágrima. Y viví.

Disfruté de esas bolsitas que muchos con humildad habían puesto en la orilla de la autopista con los poemas de Benedetti. Y agradecí que Internet existiera. Mi corazón me reforzó la larga lista de razones para considerarla prioritaria. Hice clic y publiqué. Por esa potente razón que ahora tenemos de decidir cuándo hacerlo.

jueves, 22 de enero de 2009

Maldades del soberano



-Buenas tardes señor. Nos gustaría saber si está de acuerdo con ampliar sus derechos a participar, elegir y ser más feliz en este mundo que le corresponde a Usted vivir.

-Mmmmmsí –dejó asomar Aramís ante aquella visita sorpresiva a su casa en una tarde de enero-.

Bastó con dejarse escuchar un sí, aunque agazapado e incrédulo, cuando en la esquina retumbó un ¡yesssss! y estentóreas emociones se dejaban sentir acompañadas de golpes y movimientos descontrolados. Aramís miró a su visitante casi con susto y se asomó para confirmar las sospechas de que no estaban solos. El visitante miró al techo y, como quien menta todos sus antepasados en silencio, entreabrió las comisuras de sus
labios con una sonrisa falsa y nerviosa.

-¿Viene solo? –preguntó Aramis-.
- Absolutamente –se dejó escuchar de aquel hombre que retomaba la formalidad inicial de la visita.

Aramís recordó que desde muy pequeño los interrogatorios solían poner en evidencia su lentitud. Las respuestas efectivas y oportunas no eran su fuerte. A los siete años, su mamá le hizo confesar que se había comido las cuatro arepitas dulces que le habían encargado llevar a la casa de Ceferina y años más tarde tuvo el valor de decir que se confundió de casa y se las había llevado al negro Juan. Era también atormentado en el colegio cuando, después de largas horas de estudio, veía en la hoja de examen esos signos de interrogación que hacían sinapsis brutal en su cabeza: no podía controlar las respuestas, escribía más de la cuenta donde tan sólo le preguntaban la sección de su grado y respondía sí cuando debía marcar con una equis. Ni hablar de los espasmódicos abordajes de Ana, su mujer, cuando en una mañana apacible saliera con el cuento de ¿tú me quieres? Siempre el maldito signo de interrogación.

Y ahora recibe esta visita inesperada de alguien que parece preguntarle si le gustaría recibir honores como un rey y comer todas las tardes majarete. Esta vez no iba a perder las consultas con el psicólogo.

-Vuelva más tarde- le dijo al visitante.
-Regreso a las cuatro –le respondió aquel hombre- mire que no tengo mucho tiempo, le dejo este material para que responda según su conciencia patriótica.

Aquellas hojas fungían como una guía de estudio que explicaba por qué votar a favor de una enmienda constitucional. Y enseguida soltó con fuerza: ¡¿otra vez?! Entonces leía que no se trataba de lo mismo, que aquel pasado diciembre habían sido muchos más los artículos por los que se preguntaban, pero que esta vez era más sencillo: se trataba de ampliar su derecho a elegir cuantas veces quisiera por la misma gente. Mayor número de veces se postulaba la misma persona para ser presidente, gobernador o diputado, mayor sería su felicidad porque se ampliaban los centímetros de derechos políticos que le correspondían.

Era toda una responsabilidad para aquel individuo no equivocarse en la respuesta. Se trataba de su felicidad. Pensó seriamente la idea de contar durante 50 años más en la lista de candidatos presidenciales con un mismo hombre, ése que, a juzgar por los argumentos, la providencia ya había seleccionado para hacer la patria, en un país cuyas circunstancias lo convirtieron en un subordinado del pueblo venezolano, del cual Aramís formaba parte. Es decir, Aramís podría ser jefe de aquel soldado revolucionario durante 50 años más, si así fuese su voluntad. Toda una oportunidad para ser feliz casi que eternamente.

Por un instante dio la impresión de un Aramís seguro, cuando de pronto lo asaltaron las dudas: ¿Y si el pueblo tuviera la maldad de castigarlo y votar por aquel hombre eternamente? ¿Cómo iba a permitir que esa dureza se posara sobre aquel soldado, cuya humilde obediencia lo haría bajar la cabeza cada vez que el pueblo, soberano y autónomo lo sometiera a las duras pruebas de un gobierno perpetuado por la voluntad colectiva? ¿Sería capaz aquel hombre de obedecerlo durante 50 años, sin importar el sacrificio que eso signifique?¿Cómo dibujar el destino de un hombre que eternamente se sentaría en una misma silla, mientras engorda y engorda hasta que se fosilicen los sobrantes en aquel palacio presidencial?

No. Eso sí que no lo podía permitir. Aramís no podría ser feliz al extender la posibilidad de sufrimiento de aquel hombre por tanto tiempo. Aquel soldado revolucionario también tenía derecho a ser feliz. Era necesario distribuir los sufrimientos y turnar gobernantes sometidos a la inclemencia del pueblo soberano. No podía permitirse que la vida de un individuo humilde fuese azotada por el pueblo durante tanto tiempo. Porque mira que lanzarse indefinidamente a ser presidente haría correr el riesgo de que un pueblo procaz lo seleccione eternamente. El pueblo tiene sus maldades escondidas.

Pasó un largo rato y Aramís tomó un sillón cómodo. Abrió la puerta, se apoltronó mirando hacia afuera mientras la luz de la tarde acariciaba su sensación de firmeza. Y como quien espera tranquilamente la felicidad, sonreía dispuesto a esperar que regresaran a su casa a hacerle nuevamente la pregunta. Por primera vez sentía que las consultas al psicólogo estaban empezando a dar resultado.