lunes, 30 de agosto de 2010

La sombra de una generación


A Alex, Mena, Poey, Liseth, Soraya, Raixi y Adela

Llegué a La Habana un 3 de diciembre de 1993. En el avión el piloto había anunciado, antes de aterrizar, que Rafael Caldera sería presidente por segunda vez, al resultar ganador de aquella atípica contienda electoral venezolana embadurnada por coaliciones nuevas que pretendían dar respuesta a una sociedad agotada por los vicios de corrupción y mala gestión de lo público. Éramos una sociedad que empezaba a exigir cambios en la gerencia del país y que, a punta de cansancio, flirteaba discretamente con una voz militar que se atrevió a decir entre cámaras de TV “por ahora hemos fracasado”, ante un Golpe de Estado sorpresivo.

No recuerdo por qué nuestra partida al Festival Internacional de Cine de La Habana coincidía con las elecciones presidenciales en Venezuela, pero ahora veo con claridad que a ninguno de los de aquel grupo de estudiantes nos importó sacrificar ese derecho ciudadano de elegir a los gobernantes: habíamos crecido en un ambiente de tranquila repartición del poder entre copeyanos y adecos y, pese a los matices novedosos, sabríamos que nada pasaría si no acudíamos a las urnas electorales, porque todo seguiría igual.

En cambio, sí era nuestro sueño llegar al lugar donde se fabricaban aquellas melodías lánguidas pero irreverentes, telón de fondo insoslayable en los pasillos universitarios para soñar con un mundo mejor. La tierra de donde se exportaban las ilusiones con un paquete de voces existenciales como las de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, mercancía que quedó como herencia de una lucha sesentona para mantener vivas las hormonas políticas de los jóvenes de América Latina.

Contamos rápidamente con anfitriones espontáneos que se ganaron nuestra confianza para fungir como francos y cálidos guías por las rutas de la ciudad. Nuestras ansias de conocer el mundo habanero con las ansias de aquellos cinco estudiantes de economía de -al menos- escuchar cuentos distintos se combinó favorablemente. Al segundo día decidimos quitarnos el gorrito de turista y comernos La Habana entre las rutas ocultas que no aparecen establecidas por las agencias de viajes, haciendo caso omiso a sus recomendaciones. Debo decir que eran nuestros amigos anfitriones, como es natural, fieles representantes de la juventud comunista del momento.

Haber conocido La Habana en pleno auge de lo que se denominó el período especial ha sido una de las mejores experiencias de mi vida. Aquellas escenas de la ciudad, muy parecidas a las imágenes en blanco y negro de los años cuarenta y cincuenta, se fueron metiendo poco a poco por cada intersticio de mi existencia, con la única intermediación que conferían las subjetividades de un grupo, cuyos miembros construían sus pequeños sueños de una manera distinta.

Y digo pequeños sueños porque mis ilusiones de reportera exótica sobre los asuntos cubanos, acomodadas de acuerdo al número de canciones tarareadas de la nueva trova, fueron ajustándose al punto exacto de lo que la realidad real me permitía. Muchas de esas ilusiones fueron castigadas por la inimaginada situación de escasez que vivía Cuba en aquel momento. La esperanza que brotaba desde aquellas calles no alcanzaba a referirse a ese Mundo Mejor con mayúsculas, pues apenas empezábamos a repasar las estrictas premisas teóricas que -en forma materialista y dialéctica- justificaban la situación cubana, las conversas del malecón se enmohecían con los comentarios de mis amigos locales acerca de vender la bicicleta por no tener suficiente calorías para pedalear, o la idea de aspirar una mayor ración mensual de alimento, o un público que se excitaba (al ver la película ganadora Fresa y Chocolate) con la cena de Lezama Lima, todo una escena que hubiera resultado estéticamente interesante si no hubiera sido por la terrible ausencia de ingredientes en la ciudad para disfrutar una comida decente fuera de las pantallas. De quién era la culpa de todo aquello fue el punto de partida permanente de nuestras discusiones, las cuales terminaban en buen paso gracias a la astucia de todos para brindar con el “chispetrén” elaborado en forma casera.

Aquella buena impresión de un colectivo con gran capacidad lectora, casi de otras décadas, logró entusiasmarme hasta constatar que las posibilidades de crítica se agotaban rápidamente en medio de consignas perdidas, enmarañadas en el tiempo. Aquella gente había repasado sólo las páginas de los autores que se consideraban aptos para mantener la única verdad que conocían. Sentí que a aquello le faltaba contraste. Cuando la discusión entre el grupo se ponía crítica, el único asidero que salía a flote era “resistir”, atendiendo al mandato del comandante Fidel Castro, ese hombre que había logrado justificar su eterna presencia en el poder gracias a las ramificaciones que habían dejado sus sueños en el subconsciente de un colectivo obediente.

En medio de una isla deprimida por su casi nula capacidad de producción de -al menos- alimentos para satisfacer las necesidades mínimas de una población, empecé a preguntarme si aquello no se trataba de un laboratorio caribeño cuya única consigna de orgullo era resistir. Vigilados por comunistas y capitalistas mundiales, amigos y enemigos externos, no les había quedado espacio para precisar las contradicciones internas, como abuso del poder, incapacidad para gobernar y cuestionar el mundo chiquitico en el que vivían. Constaté –y escribí en mi libreta de notas- que lo malo de este tipo de revoluciones es que la lucha se pervierte cuando el camino es muy largo, porque la torpeza del poder no permite marcha atrás; entonces todos se hunden en sueños que se defienden con ceguera, sin mirar el desastre interno que la naturaleza humana es capaz de provocar cuando se sienta a esperar al enemigo de afuera.

Pero debo decir que, pese a tener frente a nuestros ojos una realidad que cada quien interpretaba de manera distinta, no tardamos mucho en reconocer en el grupo los códigos comunes de una generación que había crecido en décadas más sosegadas para los gustos de la guerra; ellos –mis amigos cubanos- y nosotros –sus amigos venezolanos- recogíamos frutos de sueños que no habían sido escogido por nosotros, en un camino que nos habían dejado nuestros antecesores y en el que navegábamos sin chistar hasta ese momento. En voz baja, casi silentes, nos preguntábamos si –ante la tendencia criolla de mal gobernar- no sería mejor levantar cabeza desde opiniones diversas, con opciones distintas que no fuesen fustigadas por una sola voz.

Regresé convencida de que le correspondería a nuestra generación construir nuevos sueños, desligados de los amarres teóricos que habían resultado exitosos en ese siglo. Más allá de los estereotipos oxidados de lucha, imperio, salvación, socialismo, muerte, enemigo, fidelidad, empecé a suponer que para enfrentarse a los problemas derivados de los excesos del capitalismo, tendríamos que sembrar esperanzas entre conceptos como ciudadanía, responsabilidad social y ecológica, vigilancia colectiva, productividad.

En teoría, a nosotros nos tocaría más fácil que a los amigos que dejé en La Habana, quienes tendrían que esperar que las viejas generaciones murieran para empezar a hacerse en voz alta las preguntas que resultaran incómodas para lo establecido. Juro que nunca llegué tan siquiera a presentir en aquellos días del malecón que el desencanto de mi país estaba abriéndole un puente lento a un militar que, una vez en el poder, desempolvaría los viejos métodos de la guerra y que, con su sola voz, reduciría a Venezuela en buenos y malos, una terrible simplificación de la realidad que ahoga la autocrítica.

Diecisiete años después, tendría en mis manos los escritos de la cubana Yoani, miembro de mi generación y de aquellos amigos cubanos. Al leerla, se me alborotaría una vorágine de sentimientos ante un grupo de personas de mi edad que en Cuba levantan valientemente sus demandas ciudadanas en medio de señalamientos perversos sobre su condición de enemigos internos pagados por el imperialismo, tan sólo por decir lo que pocos se atreven a decir, y en una forma distinta. Bien lejos de mi imaginación, suponer que en estos tiempos yo leería que la vacuna contra la gripe bloggera desatada en La Habana se basa en “la difamación, las acusaciones de que somos fabricados por la CIA y el intento de hacer parecer que no somos parte del pueblo”, y que me sentiría parte de ese club.

Recordaría a Chávez cuando, con su arrogancia crecida en el poder, arrincona mi voz al identificar con “las cúpulas podridas oligarcas defendidas desde afuera por el imperio”, cualquier mínima posibilidad de disenso. Recordaría a quienes han logrado una revolución a punta de responsabilidad y no de discursos patrióticos que reducen la vida a un campo de batalla. Revisaría nuestros errores del pasado. Trataría de imaginarme el camino que habrían seguido aquellos amigos cubanos. Recordaría las letras lánguidas e irreverentes. Y me preguntaría cuál es el corazón que está pariendo esta era.

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Sobre el tema, tambié escribí hace un tiempito: Gorki, el hombre porno