miércoles, 6 de septiembre de 2023

La visión gonzosa de Gabriela Wiener

 

Gabriela Wiener inicia con voz muy baja los primeros espacios de su intervención en Ulibro, la Feria del Libro de Bucaramanga. Pareciera acorralada por el calor y yo, que a mis cincuenta y dos años no puedo ver a una mujer con gesto de abanico angustiado porque se me despierta una solidaridad que sale del vientre, empiezo a preocuparme más por eso que por lo que va a decir. Veo que la gente a mi alrededor tiene mucho calor y me tranquilizo.

Yo no la conocía. La agenda rica de Ulibro me hizo pasar por encima su nombre y apellido; menos mal, la mente cuelga rinocerontes donde en realidad hay hormigas (o al revés). Ahora que lo pienso, Wiener suena a explorador ancestral. Gabriela habría aclarado en algún momento de su presentación: el apellido que blanquea. Es una periodista y escritora peruana en Madrid, dato que ya nos va diciendo suficiente.  

Su más reciente publicación: Huaco retrato. Busco en el diccionario y ahí está: “Huaco: objeto precolombino hecho de cerámica… ” y no sé por qué se me ocurrió pensar en la Venus de Willendorf,  (el cerebro siempre me hace esa jugarreta). Entonces, de la mano de la moderadora, Erika, intentamos hacer un ejercicio de adentrarnos a una cueva para imaginarnos las diferentes capas del libro. Cuando inicia, Gabriela pareciera no querer entrar a ninguna cueva en ese momento. Emite un sonido entre idea e idea, una especie de chasquido arrastrado con la lengua y el paladar, como si viniera de regreso de una cueva no lineal, enlodada en sus diferentes capas y, casi, nos hiciera dudar de lo que va a decir.

Siendo su tatarabuelo Charles Wiener (esta vez mi cerebro había acertado), su libro narra la sensación extraña de verse representada en figuras precolombinas asentadas en museos europeos “arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido”. Pienso en la gestión reciente de recuperación de piezas precolombinas que han empezado a retornar a Colombia, un tour reivindicador de la noción de patrimonio. Primera capa de la cueva. Me empiezo a interesar por lo que dice y el chasquido que hace se escucha cada vez menos. O ya soy yo la que no lo escucha.

En la mitad de la cueva me encuentro con una capa más enlodada y la presentación de Gabriela empieza a transcurrir por vaivenes que me activan: el cuerpo como territorio, bandera que ondea dificultosamente por otros lugares reivindicativos. Busco a Gabriela en Internet para intentar asirla. La escucho con atención y se me antoja sincera en sus tránsitos. Poliamorosa explícita. Liberal con amarras tradicionales, porque tampoco es que venimos de otro planeta: “hay celos y follamos con la mujer blanca”. Habla Gabriela, el personaje del libro y la escritora a su vez, la peruana de color marrón, la Wiener, la poliamorosa, la del chasquido.

Times número siete

La primera edición de Sexografías, de Gabriela Wiener, se lanzó en el año 2008, una serie de crónicas periodísticas sobre situaciones cruzadas por identidades íntimas exploradas de diversas maneras; fisiologías, deseos y humedades poco contadas, casi incómodas para cualquier marco, conservador o liberal, todo un espectro narrativo donde el cuerpo es como un aeropuerto sin aduanas y los personajes follan en diferentes contextos, cuitas y resoluciones.

La edición ampliada (2022), quizás casi quince años después de las notas originales, introduce un relato paralelo en sus notas a pie de página que resultan casi tan interesantes como las crónicas mismas: en letra times número siete podemos entrar a otra capa de la cueva, aquella más oscura que no vio luz en su momento y que, pasados los años, Gabriela decide contar. Como si el lodo de la cueva lo estuviese sacudiendo por partes, para poder mantenerse a flote.

Gabriela pudo haber escogido hacer crónicas sobre la pobreza, sobre la guerra, sobre las urbes afectadas por el tráfico,  las agendas culturales, o las estadísticas inflacionarias. Pero no lo hizo. Escogió el sexo como tema central y se insertó en el llamado periodismo gonzo, con una pluma solvente, airosa e involucrada que lee la sociedad desde lo genital. Una apuesta arriesgada que culmina en una forma honesta y con vaivenes para interpretar la sociedad, en íntimo y en colectivo.

Cualquiera hubiera esperado que pusiera distancia en ocasiones en las que la realidad abordada desbordara sus convicciones, pero no lo hizo: fue protagonista de gran parte de sus historias, se dejó azotar, se arrepintió y volvió. Sus crónicas dibujan una realidad cruda, sin filtro, de personajes explorados a pulso con una entrelínea radicalmente subjetiva, como desnudándose ella misma ante los dilemas propios de una sociedad que mide los placeres a punta de penetraciones.  

Fue una interesante decisión relanzar una edición ampliada con pie de páginas que transparentan más a una escritora capaz decir “es mentira” eso que dije hace unos años, para luego desplegar confesiones inesperadas,  crudas,  divertidas y hasta tiernas. Para quienes leyeron la primera edición, debe tratarse como una segunda temporada. Los pies de páginas de este libro terminan siendo la narración en estilo gonzo de una escritora que ha ido cambiando con sus historias, al igual que sus personajes: protagonistas de cama que envejecen, tienen hijos, hijas, se avergüenzan o reivindican su mirada y hasta mueren deseando que la sociedad sea más justa, más honesta.

lunes, 19 de junio de 2023

El pulgar oponible de mis vecinos


Voy en el avión sentada en medio de dos pasajeros. A mi lado derecho tengo a un hombre que debe andar por los treinta, calvo, de barba bien delineada, atlético y casual, más bajo que yo, con unos audífonos colgando de su cuello. A mi lado izquierdo, mi vecina es una monja, una mujer quizás cercana a los sesenta años que acomoda con dificultad su indumentaria negra íntegra sobre el asiento.


Yo tomo mi libro, tratando de entrarle a una narrativa que todavía me cuesta, estoy dándole vuelta a las palabras y a la situación que el autor plantea en las primeras páginas. Mis vecinos miran su celular. Él mueve rápidamente los dedos pulgares, no para nunca; tiene un fondo de WhatsApp negro destellante con brochazos naranja. Manda y recibe memes y gif, varios por minuto. Escribe, manda, recibe, cambia, y el pulgar oponible emerge con audacia. Mi vecina toca suavemente su pantalla con el dedo índice de la mano derecha y mueve hasta el codo, con cierta rigidez. Sube lentamente el dedo y la información de la pantalla se mueve, luego separa la instrucción del aparato y su mano queda en el aire por unos segundos, delinea como quien dirige una humilde orquesta, indecisa, el pulgar oponible se confunde y termina ganándole el dedo índice, de nuevo en la parte inferior de la pantalla. Y todo vuelve a subir: un baile lento que roza la textura digital. En su chat ella recibe una imagen del corazón de Jesús y otra de una virgen, alguien le escribe y ella manda un audio, comenta detalles de su viaje y lamenta no haber tenido tiempo de asistir a la misa; cierra, va a su galería de imágenes, un altar digital plural: ellas y ellos con manos alzadas y rostros angelicales, con fondos celestiales, vírgenes y santos. Mi vecino no para de ejercitar sus pulgares. 

Ya a punto de volar, él asume actitud de cierre, instala sus audífonos y guarda su teléfono en el bolsillo del asiento. Ella sigue acariciando sus imágenes y hace otra llamada con más detalles sobre su itinerario. Bendice, cierra, mira su chat preferido, acaricia la pantalla. El vecino vuelve a sacar su celular y hace un video de la pista. Ella llama de nuevo y pregunta por algo que había olvidado. El vecino guarda su celular con nueva actitud de cierre y segundos después lo tiene consigo: toma fotos de la pista, precisa un zoom haciendo gala de un pulgar oponible potenciado, una pinza de precisión que domina los bits; la pantalla escanea, indica coordenadas de luz mientras en la esquina superior puede verse un videoclip con una pareja bailando; se puede imaginar la música por el marcar acompasado del vecino. El avión empieza a moverse y él decide volver a grabar la pista. Mi vecina sigue mirando el Corazón de Jesús en su teléfono, lo acaricia con su dedo índice lentamente, sonríe a la pantalla.

Iniciamos el vuelo y mi vecino ajusta sus audífonos, toca el lado derecho y mueve su cabeza, vuelve a tocar, indeciso, su mirada escanea casi como la pantalla y, finalmente, sus dedos marcan el compás sobre el pantalón; en segundos se duerme. Mi vecina aún mira su chat, sube el índice, ronda su tiempo y finalmente mete el teléfono en su cartera negra; saca su rosario, murmulla, y haciendo gala de su pulgar oponible, mueve con destreza hacia adelante y hacia atrás cada uno de las esferas pequeñas de aquella cadena dividida en cinco ristras de diez. El pulgar oponible rastrea bolita a bolita los misterios gloriosos, plegarias que se despliegan en la memoria  de mi vecina entrenada, como el chatgpt, con siglos de información religiosa. Una serie de escenas debe activarse en su cabeza, casi como un videoclip.