lunes, 19 de junio de 2023

El pulgar oponible de mis vecinos


Voy en el avión sentada en medio de dos pasajeros. A mi lado derecho tengo a un hombre que debe andar por los treinta, calvo, de barba bien delineada, atlético y casual, más bajo que yo, con unos audífonos colgando de su cuello. A mi lado izquierdo, mi vecina es una monja, una mujer quizás cercana a los sesenta años que acomoda con dificultad su indumentaria negra íntegra sobre el asiento.


Yo tomo mi libro, tratando de entrarle a una narrativa que todavía me cuesta, estoy dándole vuelta a las palabras y a la situación que el autor plantea en las primeras páginas. Mis vecinos miran su celular. Él mueve rápidamente los dedos pulgares, no para nunca; tiene un fondo de WhatsApp negro destellante con brochazos naranja. Manda y recibe memes y gif, varios por minuto. Escribe, manda, recibe, cambia, y el pulgar oponible emerge con audacia. Mi vecina toca suavemente su pantalla con el dedo índice de la mano derecha y mueve hasta el codo, con cierta rigidez. Sube lentamente el dedo y la información de la pantalla se mueve, luego separa la instrucción del aparato y su mano queda en el aire por unos segundos, delinea como quien dirige una humilde orquesta, indecisa, el pulgar oponible se confunde y termina ganándole el dedo índice, de nuevo en la parte inferior de la pantalla. Y todo vuelve a subir: un baile lento que roza la textura digital. En su chat ella recibe una imagen del corazón de Jesús y otra de una virgen, alguien le escribe y ella manda un audio, comenta detalles de su viaje y lamenta no haber tenido tiempo de asistir a la misa; cierra, va a su galería de imágenes, un altar digital plural: ellas y ellos con manos alzadas y rostros angelicales, con fondos celestiales, vírgenes y santos. Mi vecino no para de ejercitar sus pulgares. 

Ya a punto de volar, él asume actitud de cierre, instala sus audífonos y guarda su teléfono en el bolsillo del asiento. Ella sigue acariciando sus imágenes y hace otra llamada con más detalles sobre su itinerario. Bendice, cierra, mira su chat preferido, acaricia la pantalla. El vecino vuelve a sacar su celular y hace un video de la pista. Ella llama de nuevo y pregunta por algo que había olvidado. El vecino guarda su celular con nueva actitud de cierre y segundos después lo tiene consigo: toma fotos de la pista, precisa un zoom haciendo gala de un pulgar oponible potenciado, una pinza de precisión que domina los bits; la pantalla escanea, indica coordenadas de luz mientras en la esquina superior puede verse un videoclip con una pareja bailando; se puede imaginar la música por el marcar acompasado del vecino. El avión empieza a moverse y él decide volver a grabar la pista. Mi vecina sigue mirando el Corazón de Jesús en su teléfono, lo acaricia con su dedo índice lentamente, sonríe a la pantalla.

Iniciamos el vuelo y mi vecino ajusta sus audífonos, toca el lado derecho y mueve su cabeza, vuelve a tocar, indeciso, su mirada escanea casi como la pantalla y, finalmente, sus dedos marcan el compás sobre el pantalón; en segundos se duerme. Mi vecina aún mira su chat, sube el índice, ronda su tiempo y finalmente mete el teléfono en su cartera negra; saca su rosario, murmulla, y haciendo gala de su pulgar oponible, mueve con destreza hacia adelante y hacia atrás cada uno de las esferas pequeñas de aquella cadena dividida en cinco ristras de diez. El pulgar oponible rastrea bolita a bolita los misterios gloriosos, plegarias que se despliegan en la memoria  de mi vecina entrenada, como el chatgpt, con siglos de información religiosa. Una serie de escenas debe activarse en su cabeza, casi como un videoclip.