domingo, 23 de febrero de 2020

Tus hijos está bien




El hambre lleva en sus cachos
algodón de tus corderos,
tu ilusión cuenta sombreros
mientras tú cuentas muchachos;
una hembra y cuatro machos,
subida, bajada y brinco,
y cuando pide tu ahínco
frailejón para olvidarte
la angustia se te reparte:
uno, dos, tres, cuatro, cinco...

Andrés Eloy Blanco


Cuadro de Pedro Alberto Galindo Chagín. Fuente imagen


Cuento dedicado a Andrés Eloy Blanco

Si usted se descubre un día contandito las estrellas... seis, siete, ocho, nueve, diez, tenga cuidado de no alborotar los versos de la loca, esa mujer solitaria, entretenida y confiada en los mensajeros de la semana, que va montada en una nube, de Chachopo a Apartaderos.  Yo misma me fui un día detrás del caballo con uno de sus hijos, mientras los corderitos amañaban los ánimos de su madre.  ¿No me creen? Les voy a contar un cuento.

Me la presentó un señor llamado Andrés Eloy una mañana de esas, cortejadas por los frailejones. Todo fue tan rápido, que hasta llegué a creer que llevaba en sus bolsillos unas manos envasadas para cada ocasión triste. Contaba sus cuitas y las iba colgando de cada dedo, hasta parecer un andamio de mariposas. Tenía siete, tres o cinco hijos, ya la cuenta la perdimos, pero su cortejo ambulante era siempre solitario. Me preguntó por ellos: Rubén, Vicente, Gisela y Félix. Y yo le mentí.

Le dije que el mayor había cruzado la frontera camuflado de cigüeña y que era mensajero de los atardeceres, que estaba bien, sí, volando, como ella le había enseñado.

La loca Luz me regaló entonces una violetica de mayo, muy parecida a la de los poetas.

Luego le conté de Gisela, seguía sonriente como siempre; se la pasaba distrayendo a los temerarios para que las personas pudieran aprender sus guiones de la paz. Claro que era importante su trabajo, sí. Era telonera de obras pasajeras y entre una escena y otra, dibujaba niños bajando de la montaña con una estrella de regalo.

Vi entonces que las manos de la loca Luz  se embellecían mientras contaba de nuevo: uno, dos, tres, cuatro.

Le entregué una carta de su amado y le pedí que lo perdonara por no haberle escrito antes. Era amaestrador de luciérnagas, y ya sabes tú lo que demandan esos seres titilantes.

¿Vicente? el hijo del medio, sí, por ahí lo vi un día corriendo sin cesar, pero no escapaba de nadie, no: era compañero apresurado de la esperanza y, tenía que seguirle el paso porque de vez en cuando se diluía.

Y Félix era domador de confusiones. Iba acompañando a los perdedores por las cordilleras andinas, Berlín, Tunja, Huila,  Chimborazo. Cada vez que esos héroes invisibles se sienten perdidos, él dibuja un canal de olores de cocina de infancia y les da paso, uno a uno. Un día, perdida entre mis tristezas, caminé tras su caballo hasta recordar qué andaba buscando.

La loca Luz, que escuchaba atenta, brilló entonces, me contó las líneas de la frente y fue guardando poco a poco sus recuerdos en el bolsillo, ocho, nueve, diez.