domingo, 6 de noviembre de 2016

La Charlorra como pregunta de investigación


A todos los que en estos ocho años han contribuido a confundir la gimnasia con la magnesia en Mérida. 

Se le ocurrió una vez a un escritor componer un tango que luego se hiciera famoso con su proclama: veinte años no es nada; aunque por supuesto asomara esto en contra de sus convicciones, y todos sepamos que se trata sólo de un guiño literario, porque uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho años es ¡que jode!, principalmente cuando toca andar en un país, cuyos mandatarios decidieron poner el ritmo en contrapicado.

La Charlorra nació un 10 de octubre del año 2008. En realidad, debemos admitir que fue concebida meses antes. La propuesta era atractiva pero también causó incertidumbre, porque su concepto era raro: mezclar una barra con cervezas,  entre el teclado de una computadora que proyectaría en la pared unas láminas de power point con contenido académico, le daba a la idea un perfil de paraíso ilusorio con pocas posibilidades de subsistencia.

Cometimos el error de hablar con Luis Balza, pues él logró explicarnos (mejor que todos los textos sobre experiencias de café científico) lo que debíamos hacer y terminó convenciéndonos. Hubo una mezcla de miedo y entusiasmo y decidimos apostar a la intuición de una criatura que podría sobrevivir por un tiempito. Y ahí estuvimos todos dispuestos, público, anfitriones y charlorra cómplice, como si se tratara de una actividad muy seria. Porque había que imprimir mucha seriedad a una propuesta que estaba impregnada de humor, sobre todo en un país, cuyos mandatarios andaban haciendo ingentes esfuerzos por transformarse en una caricatura.

Ese día Alejandra Melfo habló de una máquina infernal que andaba amenazando el fin del mundo ante la idea de ser tragado por un hueco negro. No, no se trataba de una charla política. Ale nos habló del gran acelerador de hadrones, buen tema para iniciar una agenda que confundiera la gimnasia con la magnesia. Después de aquella primera charla, el 10 de octubre de 2008, era evidente que todos queríamos volver el primer martes del mes siguiente. La gente empezó a clamar por más Charlorra y hubo que imprimir más concepto, trabajo, disciplina, para responder a las expectativas de eso que llaman pueblo ferviente buscando un pedacito de patria en los rincones de una tasca.

En ocho años han pasado tantas cosas que parecieran veinte y, como sabemos, eso sí es algo. Por ejemplo, murió Michael Jackson, antes de que pudiéramos invitarlo a una charlorra; se anunciaron noticias alentadoras sobre la posibilidad de vivir en otra planeta como Marte, lo cual nos anima a una potencial sede interplanetaria de La Charlorra; se anunciaron evidencias contundentes de la existencia de la partícula más buscada, una buena excusa para que la Melfo reincidiera como cómplice; contamos con un Papa que habla español, cosa que nos ahorraría el traductor a la hora de invitarlo a La Charlorra; pero, sobre todo, se consagró el milagro del siglo: la destrucción de la institucionalidad en Venezuela, uno de los países más ricos del mundo, condición que reivindica a La Charlorra entre las iniciativas más irreverentes del siglo XXI hecha en Mérida.

Podemos llegar a afirmar sin lugar a dudas que La Charlorra es, junto a El Chigüire Bipolar, una de las instituciones más prósperas y exitosas en un país  donde la palabra “Institución” anda de etiqueta puesta entre los enseres domésticos de limpieza sanitaria.

Debemos ser justos con la Historia: la institucionalidad de La Charlorra, como bastión contracultural en el país, se debe a su público, a Luis, Ángel y el equipo de La Chistorra, a los cómplices entusiastas y a Ascanio. Por allá por el año 2068, cuando Venezuela vuelva a ser un país próspero y los historiadores quieran acercarse al triste paréntesis de principios del siglo XXI, se encontrarán con una buena pregunta de investigación: ¿por qué la gente se reunía de manera continua y persistente, todos los primeros martes de cada mes en aquella Mérida golpeada por los caprichos del populismo folklórico caribeño, en medio de una institución llamada Charlorra, para apostar por el arte, la ciencia, la creación, el diálogo y el debate aderezado por el alcohol. ¿Por qué, ante la penuria creciente, había una Charlorra inmune? ¿Por qué?

Ya para ese año 2068, La Charlorra estará cumpliendo sesenta años y seguramente para ese gran aniversario, los historiadores se habrán acercado a una hipótesis viable: en aquella lejana época de principios del siglo XXI, había gente que seguía creyendo en la razón como la única arma posible para resistir a la barbarie.

Ysabel Briceño

Bucaramanga, 01 de noviembre de 2016

domingo, 2 de octubre de 2016

El (falso) dilema

Un dilema es una condición absolutamente humana que deja a los individuos en estado de angustia ante la necesidad de tomar uno de sólo dos caminos, con igual peso de posibilidades. Podría decirse que es un estado íntimo, según el cual los seres humanos mantienen la ambiciosa costumbre de construir verdades que pueden de manera equitativa aplicar a una ruta o a otra, con una extraña sensación de andar perdiendo algo.

De hecho, uno quisiera andarse con medias tintas en la mayoría de las ocasiones, con la intención de poder estar en varias fiestas a la vez. Supongamos el siguiente planteamiento ¿me divorcio o no me divorcio? La respuesta es absolutamente binaria y de entrada parece sencilla: sí o no. Pero, como solemos complicar las cosas, a esta pregunta se le puede añadir un complemento dilemático para aumentar las horas de desvelo. ¿Me divorcio con el fin de cerrar una etapa de duras circunstancias con el otro? O ¿Me quedo en casa con esa pareja que, aunque ocasionalmente me hace daño, me ofrece confort y seguridad? Planteado así, empieza el dilema.

La idea de realizar un plebiscito como mecanismo participativo somete a prueba las consideraciones más íntimas que puede tener un individuo cuando reposa en silencio su cabeza sobre la almohada: el afloramiento del dilema moral. Uno de los aspectos que parece entrar en juego en estos escenarios es la terrible sensación de los seres humanos ante la incertidumbre de su propio tiempo. Podemos ver cómo en los casos de plebiscitos en el mundo las sociedades lo que hacen es mirarse en un espejo y dialogar consigo misma, en medio de las contradicciones de un pasado (que no se olvida fácilmente) un presente, que tiene manifestaciones evidentes, y un futuro posible del cual nadie parece estar seguro, pero al que algunos apuestan.  Ante esto, las campañas de los plebiscitos suelen protagonizar una falacia reconocida como el “falso dilema”, según la cual se plantean dos únicas rutas de futuro, sin dejar posibilidad abierta a terceras rutas.

En 1988, a los chilenos se les preguntó si querían que Augusto Pinochet, reconocido como un dictador, continuara en el poder. Como en el dilema del divorcio, la campaña se alimentó de complicadas dos rutas que hacían de la línea de tiempo una espada que colgaba sobre la conciencia de los chilenos: un militar en el poder, ahogando indicadores de libertad, pregonaba la amenaza de volver a un pasado deprimido económicamente, de no permitírsele continuar; existía una evidente situación de mejora económica en aquel momento chileno, resultado de una política liberal que había impulsado las exportaciones no tradicionales y aumentado la tasa de empleo. Muy seguro, los chilenos durmieron poco durante la campaña ante el (falso) dilema que se les presentaba entre un pasado deprimido económicamente y un futuro de continuo éxito económico, bajo un régimen cercado por torturas y violaciones de los derechos humanos. En esta oportunidad, una mayoría, no tan holgada, apostó a un futuro impreciso, sacrificando la seguridad del confort económico del presente. El NO como ganador implicó una serie de cambios institucionales y políticos que llevaron a este país a un sistema de elecciones libres y condición plural. Hoy día, Chile es uno de los países más prósperos de América Latina y mejor evaluado en sus indicadores democráticos.

Como un ejemplo contrapuesto, el plebiscito del Reino Unido, hace pocos meses,  arrojó un resultado sorprendente para muchos, cuando, en medio de un espíritu participativo, pluralista y democrático, se les preguntó a los ciudadanos si querían el retiro de su país de la Unión Europea. En medio de una campaña impregnada de pregones nacionalistas, los partidarios del SÍ acudieron a los recuerdos del pasado como un mejor país, principalmente en términos migratorios y argumentaban una ruta segura de un futuro invadido por ciudadanos no ingleses que se recostarían de los beneficios económicos nacionales, de continuar en la Unión Europea. Los partidarios del NO, no pudieron en su momento desarrollar eficazmente sus argumentos para plantear un futuro regional con mayores posibilidades para los más jóvenes o al menos, desmontar parte del (falso) dilema. Al día siguiente de ganar el Sí, miles de jóvenes se pronunciaron por asociar el resultado a los ingleses más conservadores, que habían comprometido su futuro.

Promover en Colombia un plebiscito para refrendar el Acuerdo entre el gobierno y las FARC es, tan noble en tanto mecanismo participativo, como arriesgado en el contexto de una sociedad que tiene un presente relativamente estable pero desigual, un pasado con mucha tela de reclamos para cortar y una sociedad que desconfía de los cambios prometidos hacia el futuro. Como añadido caribe, la campaña se bifurca entre un NO por temor a un “futuro castrochavista” y un SÍ que apuesta a una reconstrucción de un país con menos armas y mayor participación política como mecanismo democrático para resolver las diferencias.  Vuelve a repetirse la historia del (falso) dilema que esta vez atormenta a los ciudadanos colombianos ante una decisión tan trascendental.


En esta oportunidad, un ambiente simbólico da una idea bifurcada del futuro colombiano: un país que sigue con la amenaza clandestina de unos actores en guerra, con la seguridad de mantener a cada quien en su lugar: el que mata, el que legisla, el que ejecuta, el que llora, pero sin amenazas de un presidente “castrochavista”; o un país que vuelve a confiar y ve al Estado en el campo, cumpliendo con el deber de garantizar la igualdad, con un complejo camino de reintegración de excombatientes guerrilleros, y unas nuevas generaciones que decidan cambiar las condiciones de convivencia que sus antepasados le legaron, incluida la posibilidad de ver en el juego electoral a quienes antes defendían sus ideas con armas. (Falso) dilema al fin, el SÍ y el No vuelve a poner a una sociedad frente a su propio espejo.   

martes, 5 de julio de 2016

Con el perdón de los clásicos



Cuando Fray Luis de León retomó sus clases en el siglo XVI, ante la mirada expectante del auditorio, tras un largo período en el que fue encarcelado por atreverse a traducir pasajes un tanto eróticos, simplemente inició: “como decíamos ayer…”. Esta frase, palabras más, palabras menos, ha sido reconocida históricamente como un acto de fortaleza de aquellos intelectuales que son oprimidos por el poder y que, ante amenazas y situaciones injustas, son capaces de tomar tales circunstancias como un paréntesis menor que no mengua la valentía de las víctimas.

Unamuno también repetiría la frase de Fray Luis de León, en la primera mitad del siglo XX, al retomar su actividad docente, después de un exilio forzoso por razones políticas, cuando el régimen español de Miguel Primo de Rivera lo obligara a ejercer su intelectualidad en otro lado, donde estorbara menos a la reserva de los altares.

En cierta forma, ese “como decíamos ayer” es una irreverencia sutil que puede hacernos llegar a la afortunada conclusión de que la razón siempre terminará ganando y que, por más que se ahoguen las aulas de clase en períodos autoritarios y populistas, ahí estarán los pupitres esperando para continuar, como ayer, el debate y darle rienda suelta al argumento para convencer sobre rutas y caminos de un pensamiento en permanente construcción, nunca concluido.

Como sabemos, en Venezuela las aulas de las universidades autónomas se encuentran a media asta. Un afán progresivo del gobierno por el desprecio a la intelectualidad ha dejado los pupitres en alerta permanente. Afortunadamente, éstos han sido de los pocos espacios que el chavismo no ha podido secuestrar, pese a las contorsiones precarias para ganar tribuna política. Pero hay formas más sutiles de ahogar la actividad universitaria, mecanismos lentos que van penetrando los pasillos hasta que la falta de oxígeno se nota en los cafetines, en las conversaciones, en los proyectos desvencijados, en las fotos de cartelera de aquellos que ya no están porque decidieron salir del país.

El chavismo decidió construir su propia idea de la investigación y de la educación universitaria al concentrar los recursos del Estado en estructuras paralelas como la UNEFA, Universidad Bolivariana y universidades experimentales en donde se alimentó la ilusión de una mayor población formada, pero con mecanismos expresos, ideologizados y de sospechosa calidad. También se concentraron los recursos en programas peligrosamente etiquetados como populares, secuestrando incluso la genuinidad de aquellos tecnólogos que avanzaron en tiempos anteriores sin la arenga del comandante eterno. Una estrategia populista eficiente, pero poco sostenible en términos de producción científica.

Según un estudio sobre pérdida de talento, realizado por el profesor Jaime Requena, en los últimos años han salido de Venezuela más de 1500 investigadores y docentes universitarios, con alto perfil de capacitación; se trata de un grupo responsable de casi 30% de la producción científica en el país, medida en artículos, en los años pasados. El gobierno venezolano no ha podido conciliar ideología con producción científica, algo que sí pudieron hacer en su momento países como Cuba y la antigua Unión Soviética. De ahí el paradójico descenso de la producción científica, comparado con la alta inversión en el sector CTI, registrada por los números oficiales. Dejar morir la investigación y la actividad en las aulas de las universidades autónomas es la consigna expresada en la asignación de un presupuesto mínimo, mientras el poder descalifica permanentemente a quienes hablan en nombre de estas instituciones y arma su propio tarantín de aulas sumisas.  

A estas alturas del camino se me resbalaría un reclamo contemporáneo a la expresión “como decíamos ayer”; esta frase, tan celebrada por la historia, se me antoja con una felicidad incompleta. Si bien significa valentía y fortaleza, ya no podemos conformarnos con asumir que el ataque oficial a las universidades sean meros paréntesis enarbolados por rumbos del poder entronizado. Decir lo que pasó (afortunada conjugación, la del pasado) implica, en primer lugar, no obviar la permanente amenaza de que la historia circule y se encuentre de nuevo con situaciones similares a la de Fray Luis de León, la de Unamuno y la de científicos de esta época que, como en Venezuela, se han visto obligados a dejar sus laboratorios, sus escritorios, sus alumnos, sus cafeterías de discusión, porque unos pocos llegan al poder y señalan esta actividad como elitesca y repugnante.


Cuando cese el hostigamiento oficial a las universidades autónomas venezolanas, será su responsabilidad pensarse en su relación con la sociedad y demostrar que no hay nada que haga a un país más libre que una población informada, educada, crítica y sin ataduras. Será responsabilidad de las universidades autónomas no disfrazar lo que ande mal y autoevaluarse permanentemente en forma transparente a una sociedad. Y convencer que la justicia social implica un camino planificado, levantado a punta de conocimiento y sensibilidad, y no de arengas populistas. Será una forma de insistir en que aquí sí ha pasado algo.