domingo, 12 de julio de 2020

Encerrados

Drywall 
Esas paredes lisas, impolutas que encierran tantos secretos. Una vez organizada la textura, todo, todo, queda adentro: almas crudas, corrugadas, minúsculos intersticios por donde circula lo imperfecto. Un mundo de sonido hueco en el que ahora nos provoca entrar para escapar de tanto virus. Mientras tanto, la ciudad afuera cuelga de un gran lienzo, sin importar horario. Treinta centímetros de cartón yeso no son suficientes para guardar el color indeseado, el olor prohibido, la culpa apretujada. Por una rendija a veces se cuela la otra escena y los ojos no dan crédito por tanta sociedad intranquila, tan difícil de tapar con un dedo.

Mundo vertical
En las horas de encierro el edificio intensifica sus sonidos y los olores parecen invasores implacables. El mueble rodado tantas veces en el apartamento de arriba hoy volvió a tronar y creí que estaba a punto de temblar; en la noche, cuando quise rodar mi silla, pensé en eso y sentí la necesidad de flotar. Hago yoga y al respirar profundo vuelve el monte quemado y me produce náusea. Ya no quiero sentir el olor a marihuana porque no es mío. ¿No podrán flotar los niños de al lado, silenciar sus ánimos en cuarentena?

Mundo virtual
Todo el planeta es un edificio enclaustrado, con muchas ventanillas abiertas en el computador. Ayer me salió una publicidad en Youtube y sentí que quien hablaba no mantenía la distancia adecuada; me alejé un poco más de la pantalla, como sugiere la OMS. Pero los audífonos no son tan extensos ¿Por qué la señora de la película sale corriendo de su casa si estamos en cuarentena? ¿Ya me lavé la manos? Las horas se convierten en una eternidad, si estás encerrado con visitantes microcoscópicos que nublan tus pasillos mientras duermes.

Mundo animal
Mientras las calles se llenan de jabalíes, renos en pijamas, zorros bebés y venados ingenuos, las cucarachas no han podido hacer su día, las hormigas de jardín empezaron a hacer asambleas y los tuqueques permanecen en guardia. Conozco ya con detalle la bata de baño manchada de polvo, colgada tanto tiempo sin ser usada y yo mirándola cada vez que voy a lavarme las manos. Tanto implemento quieto se despierta ante mis ojos, de tanto que se ve, tantas horas, tanto mundo encerrado.

Global
Es un mundo global, asustado, el que mira la misma imagen de un Papa solitario. Parece un pañuelo, esta vez mojado con lágrimas enjugadas en varios idiomas. Un mundo que no cesa de producir click, con millones de mensajes pasando de un dispositivo a otro, contaminados de miedo. La voz del señor que canta en Italia, con infinita tristeza, se cuela por las rendijas de una calle confinada y vuela rápido, como un virus desalmado, a millones de pantallas. Un meme, dos memes, seis muertos nuevos, cinco millones de click,  curva ascendente e implacable, cinco mil muertos nuevos, treinta millones de lecturas por segundo.

Amazon
Dos cajas que llegan de China, con cuatro click previos, descansan en Miami, mientras Trump revuelve el discurso de la higiene. Ocho manos cansadas se rotan el empaque de un pedido en espera. Doce horas en un buzón, encerrado, como gran parte del mundo, separado por paredes oscuras. "Nuestro servicio garantiza manos limpias", y sin embargo, qué miedo. El señor alto y negro,  acaba de dejar a su mujer obesa y triste, cansada en un sofá malherido; mientras ella escucha el discurso de Trump, él recorre varios kilómetros con la caja a cuestas y abraza la baranda con una angustia ancestral. El paquete vuela a Bogotá. En la oficina de recepción cuatro personas miran las noticias de aislamiento, mientras empujan sin ganas el pedido casi cerca a su destino; esta noche los cuatro empleados llegarán sin fuerzas, pensando en un salario mermado, con virus o sin él. Un puente aéreo, dos oficinas más, otras diez manos cansadas y cinco tapabocas cuestionados. El señor del piso 2 no recuerda ya si necesita aquello que solicitó desde su computador; la incertidumbre llegó más rápido, sin régimen fiscal. De pronto se imagina la llegada de un virus advertido, anunciado. Suena el timbre. Llega el paquete. Qué miedo.

Marzo 2020

domingo, 23 de febrero de 2020

Tus hijos está bien




El hambre lleva en sus cachos
algodón de tus corderos,
tu ilusión cuenta sombreros
mientras tú cuentas muchachos;
una hembra y cuatro machos,
subida, bajada y brinco,
y cuando pide tu ahínco
frailejón para olvidarte
la angustia se te reparte:
uno, dos, tres, cuatro, cinco...

Andrés Eloy Blanco


Cuadro de Pedro Alberto Galindo Chagín. Fuente imagen


Cuento dedicado a Andrés Eloy Blanco

Si usted se descubre un día contandito las estrellas... seis, siete, ocho, nueve, diez, tenga cuidado de no alborotar los versos de la loca, esa mujer solitaria, entretenida y confiada en los mensajeros de la semana, que va montada en una nube, de Chachopo a Apartaderos.  Yo misma me fui un día detrás del caballo con uno de sus hijos, mientras los corderitos amañaban los ánimos de su madre.  ¿No me creen? Les voy a contar un cuento.

Me la presentó un señor llamado Andrés Eloy una mañana de esas, cortejadas por los frailejones. Todo fue tan rápido, que hasta llegué a creer que llevaba en sus bolsillos unas manos envasadas para cada ocasión triste. Contaba sus cuitas y las iba colgando de cada dedo, hasta parecer un andamio de mariposas. Tenía siete, tres o cinco hijos, ya la cuenta la perdimos, pero su cortejo ambulante era siempre solitario. Me preguntó por ellos: Rubén, Vicente, Gisela y Félix. Y yo le mentí.

Le dije que el mayor había cruzado la frontera camuflado de cigüeña y que era mensajero de los atardeceres, que estaba bien, sí, volando, como ella le había enseñado.

La loca Luz me regaló entonces una violetica de mayo, muy parecida a la de los poetas.

Luego le conté de Gisela, seguía sonriente como siempre; se la pasaba distrayendo a los temerarios para que las personas pudieran aprender sus guiones de la paz. Claro que era importante su trabajo, sí. Era telonera de obras pasajeras y entre una escena y otra, dibujaba niños bajando de la montaña con una estrella de regalo.

Vi entonces que las manos de la loca Luz  se embellecían mientras contaba de nuevo: uno, dos, tres, cuatro.

Le entregué una carta de su amado y le pedí que lo perdonara por no haberle escrito antes. Era amaestrador de luciérnagas, y ya sabes tú lo que demandan esos seres titilantes.

¿Vicente? el hijo del medio, sí, por ahí lo vi un día corriendo sin cesar, pero no escapaba de nadie, no: era compañero apresurado de la esperanza y, tenía que seguirle el paso porque de vez en cuando se diluía.

Y Félix era domador de confusiones. Iba acompañando a los perdedores por las cordilleras andinas, Berlín, Tunja, Huila,  Chimborazo. Cada vez que esos héroes invisibles se sienten perdidos, él dibuja un canal de olores de cocina de infancia y les da paso, uno a uno. Un día, perdida entre mis tristezas, caminé tras su caballo hasta recordar qué andaba buscando.

La loca Luz, que escuchaba atenta, brilló entonces, me contó las líneas de la frente y fue guardando poco a poco sus recuerdos en el bolsillo, ocho, nueve, diez.