martes, 25 de febrero de 2014

El cuento del otro


En los tiempos de la Guerra Fría, aquellos en los que el mundo se dividía en buenos y malos, dependiendo del banquito en el que te montaras, la Venezuela doméstica mostraba hacia sus adentros las pocas diferenciaciones que le habría permitido su historia más cercana: gochos, maracuchos, guaros, orientales, llaneros  y centrales, casi siempre refiriéndose con estos últimos a todo aquel que rozaba los rasgos de la modernidad ofrecida por la tentadora  Caracas y sus ciudades cercanas.

Convencidos de la otredad para reforzar su existencia, los venezolanos habrían aderezado sus códigos, con unos matices casi imperceptibles, para calificar al otro, de acuerdo al lugar de donde fuere. Así entraban en un saco, los más astutos, los más lentos, los perspicaces, los más reservados. Los chistes sobre unos y otros demostraban este tejido de significaciones en el que, por cierto, poca alusión despectiva  se hacía a los del centro, haciéndome pensar en ocasiones que los verdaderos responsables de la construcción de estos estereotipos reposaban en la Plaza Bolívar de Caracas.  Cada región ejercía con orgullo su diferencia y levantaba eventualmente su símbolo local para identificarse entre el colectivo.  Cosas de niños, porque al fin y al cabo, que yo recuerde,  en la historia de la segunda mitad del siglo XX, no se registraron casos  de exclusión o discriminación en Venezuela, por venir de tal o cual lugar.

Otra manera de identificarse fue instaurada por los dos grandes partidos políticos en buena parte de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX: Acción Democrática y COPEI ordenaron con cierta rapidez la lista de carnet que identificara a los venezolanos como adecos o como copeyanos, consumiendo de esta manera buena parte de la conducta clientelar de un país, cuyo ingresos daban para las prebendas en los gobiernos de turno. En este particular, sí debe haber registro histórico de beneficios coyunturales que obtuvieran unos y otros por presentar el carnet de algún partido; no obstante, al final del día, todos entraban en la fiesta. El carnet sólo parecía formar parte del requisito folklórico de un país que se jactaba de entrar a su manera a la democracia de partidos.

Si en tu casa se era aficionado al béisbol, como lo fueron muchas familias venezolanas en los tiempos de la Guerra Fría, entonces mostrabas, también con orgullo, cierta particularidad de colores y símbolos asociados con el Magallanes, los Leones, Las Águilas, los Cardenales, por nombrar los pocos equipos que en el momento acaparaban la demanda de otredad del venezolano.

Así, tú podías ser maracucho o gocho adeco;  oriental o guaro copeyano de los Cardenales;  central magallanero adeco o copeyano;  y en un prisma de combinaciones perfectas en el contexto caribeño, los venezolanos adornaban sus propios espacios con los candidatos presidenciales de turno, la virgencita de la región y, una gorra simbólica de tu  equipo preferido de béisbol.  Historias, sí, las hubo, sobre arengas enfrentadas por uno u otro gusto. Pero al final de la noche, te podían sacar a bailar sin identificarte en absoluto con ningún tipo de afiliación. En los tiempos de la Guerra Fría, aquellos en los que el mundo se dividía en buenos y malos, los venezolanos no tenían fisuras profundas que los cercara, más allá del drama simbólico de un país petrolero experto en fabricar misses y novelas.

Entonces, tú podías formar parte de la fundación para recolectar fondos para los pobres, o ser un estudiante defensor del ambiente,  o una profesora de preescolar, o un malandro, o un empresario, siendo adeco o copeyano, maracucho, central, magallanero, caraquista o guaro.  Todos podían, en algún momento, ser juzgados por su bondad o maldad dependiendo de su actuación cotidiana y no de su afiliación a ninguna tribu. Al fin y al cabo, la conciencia moral no estaba arraigada a la otredad.  Claro que había ricos y pobres, con una fustigable inequidad social, pero al no percibirnos sustancialmente diferentes, todos teníamos cabida moral.

Al derrumbarse el Muro de Berlín, en el mundo cada quien recogió las lecciones que les correspondía. Y las nuevas generaciones se fueron haciendo plurales, menos polarizadoras, sensibles, ambientalistas, distribuidas, con una idea de organización completamente distinta a la del siglo XX. La burbuja venezolana, sin embargo se espichó tarde y llegaron coletazos fuera de tiempo.

Apareció Chávez con la oferta de enmendar los problemas de un país agotado entre tan mala gestión de los gobiernos anteriores y estrategias equivocadas. Enamoró a buena parte de la población y subió al poder. Contrario a un mundo que empezaba a remojar sus traumas polarizadores, Chávez, como todo militar, instauró su lógica suma cero, tan propia de la realidad geopolítica de otros tiempos: sí yo gano, tú pierdes. Habló de amigos y enemigos, y fue penetrando lentamente con su discurso del “tú contra mí”. E inició inteligentemente su propia fábrica, en serie, de buenos y malos, envasados y protegidos con estereotipos de un pasado que ya había corrido, adentrándose en un terreno peligroso que sólo puede medirse observando la historia de otros países en guerra. Como una película repetida para quienes se habían perdido la función, se montó un remix con una puesta en escena folklórica. Refugiándose en el sueño de la inclusión social, Chávez pudo sabiamente disfrazar los errores de una década completica de gobierno, polarizando al país, paradójicamente en un contexto mundial  que se hacía cada vez  más plural y diverso.

Y Chávez dejó a Maduro, con un anclaje tan férreo a la herencia chavista, que no hay forma de tener realidad distinta a su fábrica de la verdad. Confundido en su propia arenga, Maduro ve el enemigo en la sociedad civil que quiere hacer sentir su disgusto por la ineptitud, la inseguridad y la mala gestión económica. Así deja abierta la ventana de la arbitrariedad, en un terreno que recoge lo peor de los tiempos de la Guerra Fría: el uso excesivo del poder  para defender la verdad de quienes gobiernan.


En medio de un mundo ambidiestro, en el que los distintos gobernantes hoy día tienen que lidiar con hippies encorbatados, artesanos empresarios, artistas estadísticos, corruptos camuflados de ambientalistas, seminaristas rockeros, Venezuela pretende ser reducida a buenos y malos. El gobierno, que jamás podrá ser víctima porque está en el poder, insiste -hasta empalagar una izquierda sin base- en hacernos creer que el enemigo está cerca y sataniza a quien le discute. Al convencer a la mitad del país, caemos en la trampa de sentir que el vecino que piensa políticamente diferente a mí es malo (tomando en cuenta que en ambientes perversos como éstos, el bueno soy yo).  Son sutilezas que se pescan cuando el otro habla, seleccionando su verdad porque el malo lo acecha. Una población que cayó en la trampa de ser el enemigo de la otra mitad de la población, se resiste a la realidad y coopera con su propio ombligo. En medio de todo esto, al final de la noche, sólo resta preguntarse si una parte del hipotálamo venezolano no se despertará sobresaltado en su historia, preguntándose si es cierto que el otro es tan malo. Y si vale la pena seguir el juego.

1 comentario:

Unknown dijo...

Asi es! Quisiera que despertemos pronto!!!