En los tiempos
de la Guerra Fría, aquellos en los que el mundo se dividía en buenos y malos,
dependiendo del banquito en el que te montaras, la Venezuela doméstica mostraba
hacia sus adentros las pocas diferenciaciones que le habría permitido su
historia más cercana: gochos, maracuchos, guaros, orientales, llaneros y centrales, casi siempre refiriéndose con estos
últimos a todo aquel que rozaba los rasgos de la modernidad ofrecida por la
tentadora Caracas y sus ciudades
cercanas.
Convencidos de
la otredad para reforzar su existencia, los venezolanos habrían aderezado sus
códigos, con unos matices casi imperceptibles, para calificar al otro, de
acuerdo al lugar de donde fuere. Así entraban en un saco, los más astutos, los
más lentos, los perspicaces, los más reservados. Los chistes sobre unos y otros
demostraban este tejido de significaciones en el que, por cierto, poca alusión
despectiva se hacía a los del centro,
haciéndome pensar en ocasiones que los verdaderos responsables de la
construcción de estos estereotipos reposaban en la Plaza Bolívar de Caracas. Cada región ejercía con orgullo su diferencia
y levantaba eventualmente su símbolo local para identificarse entre el
colectivo. Cosas de niños, porque al fin
y al cabo, que yo recuerde, en la
historia de la segunda mitad del siglo XX, no se registraron casos de exclusión o discriminación en Venezuela,
por venir de tal o cual lugar.
Otra manera de
identificarse fue instaurada por los dos grandes partidos políticos en buena
parte de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX: Acción Democrática y
COPEI ordenaron con cierta rapidez la lista de carnet que identificara a los
venezolanos como adecos o como copeyanos, consumiendo de esta manera buena
parte de la conducta clientelar de un país, cuyo ingresos daban para las prebendas
en los gobiernos de turno. En este particular, sí debe haber registro histórico
de beneficios coyunturales que obtuvieran unos y otros por presentar el carnet
de algún partido; no obstante, al final del día, todos entraban en la fiesta.
El carnet sólo parecía formar parte del requisito folklórico de un país que se
jactaba de entrar a su manera a la democracia de partidos.
Si en tu casa se
era aficionado al béisbol, como lo fueron muchas familias venezolanas en los
tiempos de la Guerra Fría, entonces mostrabas, también con orgullo, cierta
particularidad de colores y símbolos asociados con el Magallanes, los Leones,
Las Águilas, los Cardenales, por nombrar los pocos equipos que en el momento
acaparaban la demanda de otredad del venezolano.
Así, tú podías
ser maracucho o gocho adeco; oriental o
guaro copeyano de los Cardenales; central
magallanero adeco o copeyano; y en un
prisma de combinaciones perfectas en el contexto caribeño, los venezolanos
adornaban sus propios espacios con los candidatos presidenciales de turno, la
virgencita de la región y, una gorra simbólica de tu equipo preferido de béisbol. Historias, sí, las hubo, sobre arengas
enfrentadas por uno u otro gusto. Pero al final de la noche, te podían sacar a
bailar sin identificarte en absoluto con ningún tipo de afiliación. En los
tiempos de la Guerra Fría, aquellos en los que el mundo se dividía en buenos y
malos, los venezolanos no tenían fisuras profundas que los cercara, más allá
del drama simbólico de un país petrolero experto en fabricar misses y novelas.
Entonces, tú
podías formar parte de la fundación para recolectar fondos para los pobres, o ser
un estudiante defensor del ambiente, o
una profesora de preescolar, o un malandro, o un empresario, siendo
adeco o copeyano, maracucho, central, magallanero, caraquista o guaro. Todos podían, en algún momento, ser juzgados
por su bondad o maldad dependiendo de su actuación cotidiana y no de su
afiliación a ninguna tribu. Al fin y al cabo, la conciencia moral no estaba
arraigada a la otredad. Claro que había ricos
y pobres, con una fustigable inequidad social, pero al no percibirnos
sustancialmente diferentes, todos teníamos cabida moral.
Al derrumbarse el
Muro de Berlín, en el mundo cada quien recogió las lecciones que les
correspondía. Y las nuevas generaciones se fueron haciendo plurales, menos
polarizadoras, sensibles, ambientalistas, distribuidas, con una idea de
organización completamente distinta a la del siglo XX. La burbuja venezolana, sin
embargo se espichó tarde y llegaron coletazos fuera de tiempo.
Apareció Chávez
con la oferta de enmendar los problemas de un país agotado entre tan mala gestión
de los gobiernos anteriores y estrategias equivocadas. Enamoró a buena parte de
la población y subió al poder. Contrario a un mundo que empezaba a remojar sus
traumas polarizadores, Chávez, como todo militar, instauró su lógica suma cero,
tan propia de la realidad geopolítica de otros tiempos: sí yo gano, tú pierdes.
Habló de amigos y enemigos, y fue penetrando lentamente con su discurso del “tú
contra mí”. E inició inteligentemente su propia fábrica, en serie, de buenos y
malos, envasados y protegidos con estereotipos de un pasado que ya había
corrido, adentrándose en un terreno peligroso que sólo puede medirse observando
la historia de otros países en guerra. Como una película repetida para quienes
se habían perdido la función, se montó un remix con una puesta en escena
folklórica. Refugiándose en el sueño de la inclusión social, Chávez pudo sabiamente
disfrazar los errores de una década completica de gobierno, polarizando al
país, paradójicamente en un contexto mundial que se hacía cada vez más plural y diverso.
Y Chávez dejó a
Maduro, con un anclaje tan férreo a la herencia chavista, que no hay forma de
tener realidad distinta a su fábrica de la verdad. Confundido en su propia
arenga, Maduro ve el enemigo en la sociedad civil que quiere hacer sentir su
disgusto por la ineptitud, la inseguridad y la mala gestión económica. Así deja
abierta la ventana de la arbitrariedad, en un terreno que recoge lo peor de los
tiempos de la Guerra Fría: el uso excesivo del poder para defender la verdad de quienes gobiernan.
En medio de un
mundo ambidiestro, en el que los distintos gobernantes hoy día tienen que
lidiar con hippies encorbatados, artesanos empresarios, artistas estadísticos, corruptos
camuflados de ambientalistas, seminaristas rockeros, Venezuela pretende ser reducida a buenos y malos. El gobierno, que jamás podrá ser víctima porque
está en el poder, insiste -hasta empalagar una izquierda sin base- en hacernos creer
que el enemigo está cerca y sataniza a quien le discute. Al convencer a la
mitad del país, caemos en la trampa de sentir que el vecino que piensa políticamente
diferente a mí es malo (tomando en cuenta que en ambientes perversos como éstos,
el bueno soy yo). Son sutilezas que se
pescan cuando el otro habla, seleccionando su verdad porque el malo lo acecha. Una
población que cayó en la trampa de ser el enemigo de la otra mitad de la
población, se resiste a la realidad y coopera con su propio ombligo. En medio
de todo esto, al final de la noche, sólo resta preguntarse si una parte del
hipotálamo venezolano no se despertará sobresaltado en su historia,
preguntándose si es cierto que el otro es tan malo. Y si vale la pena seguir el
juego.
1 comentario:
Asi es! Quisiera que despertemos pronto!!!
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