lunes, 18 de agosto de 2008

Primeras páginas

Que me perdone Yankady, con 11 años escuchando el mismo cuento...

- ¿Dora?
- Mmmmmm?
- He dibujado algo.
- ¿Otra vez? ¿Cuántas veces te he dicho que dejes de estar perdiendo el tiempo en esos garabatos?
- Bueno, es que en realidad ahora sí creo haber llegado a expresar lo que siento.
- A ver…

- ¿Sabes qué es?
- Pues claro, es el mismo dibujo de toda tu vida. Ya sé que es una boa que se come un elefante. No es un sombrero.

- No. No es un sombrero. Pero tampoco es una boa que se come al elefante. Es la noticia.
- ¿Qué?
- Mira el elefante calloso que se diluye en las páginas de los periódicos. Lo único que alcanzamos a ver son titulares grandes. Los colmillos no caben más en cada toma de la televisión. Noticia del día: problemas gástricos. Horas extras dominicales. Enfoco y dibujo un culpable. Este elefante está muy enfermo. Ya las líneas me salen demasiado torcidas.
- Nadie te mandó a desviarte de carrera. Te dije que siguieras como aviador.
- Es que puede volver el Principito. Y tanta pequeñez me asusta.




POSDATA:

No sé a cuenta de qué me invitaron como Oradora de (Des)Orden en una entrega de premios regionales de periodismo. Lo único irreverente que me salió fue usar al Principito como excusa. Me perdonan. Si se entusiasman, lean el discurso . Comprendo si no lo hacen. Ya estamos tan cansados de tantos...

lunes, 11 de agosto de 2008

Ilusiones cromáticas


Bajaban con cierta rapidez los carros de aquel lugar, por una de esas avenidas, mitad citadinas, mitad pueblerinas: la gente juega a saberse el cuento urbano y de repente afloran las ideas ancestrales arbitrarias; entonces nadie sabe si la vía de la izquierda es más lenta que la derecha, unos pasan por delante y otros pasan por detrás y la cosa fluye, pero lenta. Al fin y al cabo, nadie se anda parando a discutir en mitad de la avenida asuntos epistémicos de la conducta del conductor. Así iban, cuando notaron muy cerca del cruce que los carros empezaban a aglomerarse y la congestión se hacía evidente. En vez de rojo, aquel semáforo pintaba un amarillo eventual y en vez de verde suspiraba una sombra demasiado eterna para los que deseaban circular más rápido. Afloraron las diferencias: unos queriendo llegar antes amagaban con caras de poderosos empegostados en carrocerías brillantes y novísimas, pero tampoco faltó quien soltara su vestuario antiguo como arma importante y lograra intimidar a los recientes especímenes rodantes, abriéndose paso con mirada de soslayo. Empezó a fluir el asunto y de repente se alternaban los actores de aquella concentración. Con todo, se salía rápido. El susto mayor se pasaba en el momento de tomar decisiones en medio del caos: “pasa, pasa rápido que te llega. Para, para, pero no dejes de rodar…” Así hasta que se salía de aquel lío en el que los colores de una sociedad se habían vuelto turbios. Ya de lejos, algunos miraban por el retrovisor como a quien se le presenta la historia en reverso. Pintaba cierta ley natural en la que -superada las maldades del individuo- la sociedad logra evolucionar y cruza finalmente la avenida. Horas después aún se circulaba sin percances, emanando la propuesta de Adam Smith y otros grandes exponentes de las avenidas autoreguladas. Aunque la ilusión de un nuevo semáforo seguía pendiendo en muchos de los retrovisores, junto al zapatico y la estampita de José Gregorio Hernández. Claro, es que no era un tránsito perfecto; casi siempre se cruzaban las miradas de indignación frente a aquel semáforo dormido que habiendo llegado a los treinta años de existencia, asistía a la imperfección. Pero en segundos todos se perdían y dejaban atrás la posibilidad de haber sido chocados. Entonces sucedió lo inevitable. Ya en la tarde, la cosa no fluía tan fácilmente, la cola era eterna, intentando todos ir alineaditos. Se sudaba por horas en un lugar que casi nunca le correspondía a nadie. Los gestores inventaron otros atajos a los cuales pagaban los más poderosos para salir del tormento. La ira desbordó a muchos y sin saber el origen, unos contra otros se peleaban defendiendo no se sabía bien qué cosa. Unos pocos intentaban disimular y ganar espacio, mientras otros intentaban dar explicación a aquella avenida absurda. Llegados al cruce, él estaba ahí. Había sido inventado por las perversas ideas del gendarme necesario. Convencido de que nadie más podía llevar de la mano a aquellos que jugaban a ser adultos, aquel fiscal erguido alzaba autoritariamente su silbato dando manotazos rápidos sin tener tiempo de mirar el país que había causado con la promesa de hacer circular de manera más justa (nunca dijo más rápido, a decir verdad). Algunos pasaban y lo saludaban con cariño, esperanzados en que llegaría a cumplir su promesa; otros decidían pararse en una esquina y mirar de lejos el panorama. Tardíamente, unos cuantos empezaron a dibujar la nostalgia de un tránsito manido y autoinventado. Llegó la noche y aquella figura que había emergido para depurar los dilemas profundos de la sociedad se convirtió en otro semáforo dañado. Pero peor. Porque seguía prometiendo; con la perversa idea de no mirar atrás; resolviendo con desesperación y a su manera el tránsito de aquel país; y dejando una larguísima luz roja cuando se asomaba la posibilidad de mostrarle el manual del conductor. Casi todos fueron acomodándose en el canal más adecuado, y muy pocos pudieron responder por qué carrizo el semáforo más viejo les había jugado sucio.

domingo, 3 de agosto de 2008

Lecturas glíglicas

A veces de esta forma nos entendemos más...

Desde Cortázar



"Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpaso en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! ..."


Desde mi casa

No me alcanzan los pocos estrateros de esta rutina sin esclarescencias. Eso está bien para mi arreglista que desde las 4:00 m socierna las madrugadas sin pena, mientras yo en contiplencia sedada. Esperando que un día me diga "hasta aquí las terrunas templanzas. Párese”.

Desde el país


Las valganas princesas no sotorran más el tiempo. Y una vez más, desde la apareada red destemplada, salta la muerte. Todo vale. De pronto efluvionan sin más los tempurios sorpresivos. Entonces, una vida acaba en tertulia priuntiriada. Se acusa al dontón sin mescaba íntima, salvo la que cuartillean los consultorios. Los ojos extraños desecan sin termencia. Unos arriba, otros abajo. Todos quedan aquesidos, aspirando una tentida versión, más allá de la enfundia clamada por intrina apresurada. Para este caso y todos los quisientes que ya no sorprenden cuando los leemos en las sústinas tábinas de los cleriótidos.